Irina Echarry

Foto: Caridad

No hay nada más delicioso que hurgar en las gavetas, te puedes encontrar cualquier cosa, decía mi tía-abuela, y era cierto.

Entre sus cosas había desde una cigarrera de plata hasta un collar de marfil, pasando por una colección de recortes de imágenes religiosas y muchas otras sorpresas.

Debo decir que mi tía no fumaba, tampoco presumía tanto como para usar joyas de ningún tipo y su religiosidad se limitaba a la esperanza: cuando en pleno período especial no había nada que comer, ella nos decía con la tranquilidad de sus 96 años: “Dios proveerá.”

No tengo que explicar cómo chocaba esa frase con la ansiedad que se vivía, sobre todo porque sabíamos que nadie ajeno a la casa podía proveernos de nada y nosotros no teníamos de dónde sacar.

Por estos días he recordado a mi tía mientras hago limpieza en el cuarto. Boto lo que no me interesa guardar más y organizo lo que quiero que permanezca conmigo.

Así he encontrado las estampas religiosas que ella me entregó muy solemnemente y que no me atrevo a destruir, una hebilla verde que yo usaba de niña, algunas fotos de amistades de las que ya no sé su paradero.

Pero lo más difícil de seleccionar son los papeles: datos tomados de algún libro, teléfonos casi olvidados, poemas apasionados, y cartas, muchas cartas: de mi padre cuando estaba en Angola, de mi abuela que vivía en Cienfuegos, de mi madre cuando viajó a Europa del Este, y otras más recientes de mis amigos.

En un tiempo las cartas fueron tan importantes como el oxígeno que respiraba, se convirtieron en la carretera que me acercaba a la gente que más quería. Muchas de mis amistades se fueron poco a poco y yo quedé atascada en esta isla sin tener apenas contacto con ellas.

Solo recibía papeles con sus letras de vez en cuando: Abel me narraba su llegada a Valencia y cómo sobrevivía. La Nena compartía sus inicios en Acapulco y luego su angustia al llegar al DF y sentirse sola, completamente sola. Juvenal hablaba sobre el día de muertos en México.

Gloria (la monja que conocí en la Alianza Francesa se despedía y daba gracias al señor por habernos conocido. Rauly compartía su vida como mismo lo hacíamos mientras estuvo aquí: con sinceridad, con cariño.

Las cartas acortaban las distancias, cada palabra era un poco de compañía. Con el paso del tiempo comenzaron a escasear, la gente se iba acomodando a su otra vida con nuevos problemas, nuevas alegrías, nuevos amigos, nuevas angustias.

Algunos siguen comunicándose por vía digital, otros han desaparecido sin dejar rastro.

Ahora que releo las cartas con cierta distancia por medio (esta vez la distancia es también de años, no solo de kilómetros) pienso que para hacer el recuento de una época hay que echar mano a la correspondencia que circulaba en el momento.

A mí particularmente me encantaría leer cartas de gente desconocida que cuenta de sus venturas y desventuras por otros lares.

Sin embargo, cuántas cartas hay dispersas, guardadas en gavetas que nunca se abren y que contienen parte de la historia de Cuba, esa que hacemos día a día con nuestros sueños, nuestro empeño, nuestras frustraciones.

Tantas palabras que aportarían miradas diferentes de estos años pasados.

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