Se busca medicamento que cure la desesperanza

Lista de medicamentos por receta médica.

Por Fabiana del Valle

HAVANA TIMES – El timbre del móvil comenzó a sonar, eran la cinco de la mañana y mi cuerpo deseaba continuar pegado al colchón. Lo mejor hubiera sido fingir que no lo escuchaba y retomar mi sueño unas horas más, solo que ya estaba despierta y el maldito aparato continuaba con su letanía.

“Oye, mira, estoy en la cola de la farmacia, que ya entró el medicamento. Te marqué, pero tienes que venir ya. En cuanto pase el camión me tengo que ir para el trabajo. ¡Mueve!”

Mi voz pastosa solo pudo articular un “ok”. Asimilé la noticia en cámara lenta, a pesar de la premura. Esta suele ser la fecha del mes que más detesto, soy oficialmente alérgica a las colas. Pero esta es una tarea que no puedo eludir, los medicamentos de mis padres son importantes. Hace meses que no entran los que ellos necesitan y cuando lo hacen son tan pocos que no llego a tiempo para comprarlos.

Tenía que dejar listas varias cosas antes de partir para una aventura en la que seguro se me iba a escapar toda la mañana. No me gusta despertar a mi madre, menos a esa hora, solo que cuando no estoy ella se hace cargo de preparar a la niña para la escuela.

Cuando llegué a la farmacia aquello parecía un mar revuelto. Mientras dormía, los demás estaban haciendo cola desde las tres de la madrugada. Así que a pesar del alma caritativa que me marcó, delante de mí ya tenía a varias personas. Eso sin contar los agregados, en toda cola que se respete siempre aparecen unos cuantos.

La farmacéutica llegó temprano, pero tenía que esperar al médico del consultorio antes de comenzar a despachar. Ella le debe entregar todos los meses una lista con los medicamentos que entraron. Esos son los que para ser adquiridos requieren una receta.

Esta receta solo sirve para comprar en esa farmacia. Es decir, que si alguien llega a la consulta con una afección en la piel, para lo que se requiere un medicamento específico y en la farmacia no lo hay, se jode. Porque en ninguna otra del municipio se le puede despachar, aunque lo tengan. Nada, cosas que ocurren por estos lares.

Lo bueno de una cola es lo entretenida que a veces se pone. Allí uno se reencuentra con personas que hacía tiempo no veía. Te ríes o te entristeces con las historias que se relatan. Por ejemplo, ese día mi amiga Mónica descubrió que su esposo, con el que había terminado hacía muy poco, ya estaba con otra, y no cualquiera, sino una mujer que conocía y a la que tendría que verle la cara a menudo.

Entre lágrimas me contaba la historia. Me solidaricé con su pena y las horas fueron pasando más rápido. Pero la incertidumbre de si el medicamento alcanzaría para todos aumentaba.

Una señora mayor se sentó a mi lado, no dejaba de quejarse del dolor en las piernas que se notaban hinchadas y venosas. Era una de las que habían marcado desde las tres y aún le faltaba para llegar a su turno.

Frente a la consulta del médico se fueron acumulando personas que esperaban alcanzar alguna receta. Mi amiga no paraba de llorar, no podía comprender cómo ese hombre que le había prometido montar su “zona de caza” lejos de ella, se había enredado con alguien a quien conocía.

Una dependienta dijo que de los medicamentos para la hipertensión no había entrado casi nada, que solo iban a dar la mitad del tratamiento para que todos pudieran coger algo. ¡Otro mes sin captopril para mi mamá!

“¿Mira, ves esa perra como se contonea? Así mismo es esa mujer” Me susurró Mónica mientras señalaba a una perra flaca en celo, a la que seguían tres perros. Los animales ajenos a sus palabras continuaron con su juego de seducción entre los pies de los que parados al sol esperaban frente a la consulta.

Entonces se desató la pelea, las mujeres huían de aquel enjambre de colmillos y cuerpos mientras los hombres intentaban separar a los animales que enzarzados entraron al consultorio. Desde mi puesto escuché los gritos del médico y los aullidos de los perros.

“¡Mira como disfruta esa perra, es una tóxica!” A esa hora no sabía si mi amiga perturbada me hablaba del can o de la mujer que causaba su rabia. “Alabao, las cosas que pasan aquí no ocurren en ningún lado”, decía la viejita de las piernas hinchadas.

Mi madre me llamó para decirme que fuera a recoger el almuerzo para la niña, porque se estaba sintiendo mal y no podía ir hasta la escuela. Fui en la bicicleta, y en menos de diez minutos ya estaba de regreso en la farmacia.

Esta vez intenté sentarme lejos de mi amiga, lejos de las voces y los lamentos. Desde mi nueva ubicación vigilé la cola que avanzaba lenta, hasta que llegó mi turno a las dos y media de la tarde. Finalmente pude comprar, pero solo alcancé la mitad de los medicamentos que necesitaba.

Me monté en la bicicleta, y en el camino a casa di rienda suelta a todas las emociones acumuladas. Sufrí en cada pedaleada el dolor de Mónica y lloré por las piernas heridas de la viejita, por la perra que se había quedado sin pretendientes, por la incertidumbre de amanecer cada día sin esperanzas, por la bolsa de plástico casi vacía, por los medicamentos completos que en esa ocasión tampoco les podría entregar a mis padres.

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