San Diego sin maquillaje

Erasmo Calzadilla

San Diego, muchacha homeless y su perro.

HAVANA TIMES — En noviembre estuve unos días por San Diego, mi primer viaje al extranjero. Estoy babeao con la ciudad, lo reconozco, pero no dejo de comprender sus lados feos. Uno de ellos es el eterno dilema de la frontera.

La profunda brecha económica entre México y EE.UU. genera una situación insana a lo largo de la línea que separa a ambos países. Hay tráfico ilícito de todo tipo: drogas, armas, mercancías e personas “ilegales” tratados como mercancía.

Los mayores horrores se ven en la vecina Tijuana, pero de vez en cuando la tranquilidad de San Diego se ve alterada por persecuciones, balaceras, asesinatos, secuestros, redadas y operativos policiales, en los que mueren civiles.

San Diego no es culpable de su situación geográfica; lo es, acaso, por prosperar bajo la sombrilla del estado que más celosamente defiende, con las armas si es preciso, el impresentable orden económico mundial.

En el estratégico puerto de la ciudad yace anclada una muy bien dotada base naval. Portaviones, submarinos nucleares y otras máquinas de muerte reposan activas a las puertas de América Latina, protegiendo intereses neocoloniales.

Lado mexicano de la frontera.

Otro gran problema de San Diego son los homeless; impresiona porque son muchos, y hacen un triste contraste con el lujo. Montan campamento en las aceras, las cunetas, bajo los puentes, los bancos y los árboles, en los parques y hasta en los portales de los más esplendidos rascacielos.

Para sobrevivir piden dinero, hurgan en la basura, realizan trabajos ocasionales… otros ya ni lo intentan. Las instituciones y redes sociales que los apoyan no dan abasto.

Pregunté a varias personas instruidas sobre las causas de esta penosa situación. Las respuestas más corrientes fueron: 1: muchos son veteranos de guerra y/o enfermos mentales que no reciben suficiente ayuda del Gobierno; 2: llegan a ese estado a causa de la droga; 3: vienen de todo el país atraídos por el clima.

Recorrí los sitios donde se aglomeran y no me parecieron enfermos mentales ni drogadictos, sino gente que por alguna razón quedó fuera del sistema y no ha logrado reintegrarse. Creo que los buenos vecinos de San Diego viran la cara ante el problema. Culpan al Gobierno o a las propias víctimas y así se excusan de no hacer más por el prójimo. Típico de los seres humanos, en La Habana procedemos exactamente igual.

Otro punto rojo de San Diego es el derroche y la contaminación, dos fenómenos estrechamente vinculados.

La ciudad muestra tanto celo con su medio ambiente, como indolencia por el impacto global de su estilo de vida. Les preocupa muchísimo la calidad del aire que respiran, pero tienen un apego enfermizo al automóvil (a los motores en sentido general) y subutilizan el transporte público.

Es difícil ver una chimenea en la ciudad. El grueso de las industrias se mudó a México u otros sitios donde pueden emponzoñar el ambiente sin que nadie las corrija; sus resplandecientes productos van a parar a las vidrieras de las simpáticas ciudades del norte. Así se conserva impoluta la más encantadora florecita del desierto.

San Diego posee, vale mencionar, un eficiente sistema de reciclaje, apoyado por una población concientizada, pero el reciclado es un sumidero de combustible fósil y contribuye destacadamente al cambio climático. La única solución real es disminuir drásticamente el consumo, y ella no aparece en la agenda de los gobernantes.

Pasemos al agua. El clima de la región es semidesértico, pero San Diego no quiere prescindir de jardines, piscinas, campos de golf y otros lujos y servicios devoradores del preciado líquido. Lo bombean (mayoritariamente) desde el río Colorado, que ya está sobre-explotado y no queda al doblar de la esquina.

Como Cuba, la ciudad produce una mínima parte de los alimentos que consume; no quiero ni pensar lo que sucederá el día en que los fluidos vitales (petróleo, gas, electricidad y agua) comiencen a declinar.

Conclusión

San Diego me ayudó a descubrir esencias vitales, y por contraste, a confirmar el estado de descomposición de la sociedad en que vivo. Lástima que su encanto dependa de un sistema depredador, injusto y ambientalmente insostenible. La vida en Cuba es agria y sórdida, pero aquí duermo con la conciencia más tranquila.

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