La importancia de los muertos

Erasmo Calzadilla

El Cementerio Colon de La Habana. Foto: wikipedia.org

En estos días me ha cogido un catarro fuerte que me tiene con tos seca y falta de aire. Hace unas noches me las vi fea: no podía respirar y creí que se acercaba la hora final. En el silencio imaginaba a mis alveolos sucumbiendo uno a uno ante la infección, mientras cada bocanada me costaba más trabajo que la anterior.

A esa hora me vino a la mente el H1N1 y lamenté no haber tomado las goticas homeopáticas que una campaña revolucionaria repartió entre la gente, pero ya era demasiado tarde para arrepentimientos. Jadié y jadié con mucho miedo hasta que… me dormí. Al otro día la infección pulmonar no era más que un catarrito bobo y el susto se fue, pero quedó la imagen de la muerte  haciéndome compañía.

No soy ni mucho menos un experto en muertes pero con media vida echada alguna experiencia he acopiado ya. Rumbo al averno he visto encaminarse a un abuelo, 4 amigos cercanos (tres por suicidio y uno por accidente), varios perros y gatos que también fueron buenos amigos, parientes lejanos y muchos otros. Y he aquí la conclusión que he sacado de todo esto: si la muerte es fea, más feo aún son el velorio y el entierro.

Secundando al dolor de la pérdida, lo peor de un velorio es cuando llega la gente con valores inculcados: hombres y mujeres que siente el deber de estar allí pero les importa un comino el muerto mismo.

A menudo la institución a la que pertenecía el difunto pone un transporte y traen a un grupo de trabajadores que cumplen así su jornada laboral. También están los interesados que vienen en son de intercambio para que en otra ocasión no faltemos al velorio de su familia y otros muchos personajes semejantes.  Todas esos tipos, distraidos y perezosos como están casi siempre, molestan a los dolientes que quieren compartir a solas su dolor y el último momento junto al ser querido.

Luego viene el entierro en una bóveda colectiva llena de cucarachas, en un cementerio sin gracia alguna y por unos sepultureros cuyas maniobras no compaginan con la solemnidad del momento. Más parece que estamos tirando basura a un hueco que despidiendo a una persona que ha sido importante en nuestra vida.

Ni hablar del día de la exhumación de los restos al cabo de los 2 años. Para esa fecha las cajas de cartón-tabla ya se han podrido y las osamentas suelen confundirse unas con otras.

Cuando fui a sacar a mi abuelo un sucio sepulturero cosechaba a mano limpia sus huesos entre la ropa podrida, y los depositaba en un feo osario de cemento, pero vi que otros pagaban (por la izquierda claro) para llevarse el cráneo de sus muertos a casa.

Los osarios son luego garabateadas con el nombre del difunto y amontonados en un estante aún más feo junto a otros muchos.

Deben ser esos los motivos por las que he ido olvidando a mis muertos. Este tratamiento burocrático los convierte en restos abstractos tronchando así la conección con el difunto.

Se destruye también de ese modo una tradición cultural que transmite de generación en generación una identidad y un arraigo.  Estas son de las cosas que el socialismo mata y hacen a uno preguntarse si en fin vale la pena, porque borrar las tradiciones que un pueblo ha acumulado durante siglos es algo muy grave para la propia comunidad, y probablemente irreversible.

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