Armando Chaguaceda
Era abril de 2002 y las confusas y tristes noticias venían de Venezuela ratificaban lo peor: la extrema derecha deponía al gobierno democráticamente electo y echaba por tierra la Constitución más popular y participativa de la historia del continente. Mientras eso, ocurría un grupo de amigos marchamos en silencio a depositar unas flores en la estatua de Bolívar en un parque de la Habana Vieja.
Nadie nos había convocado oficialmente, nadie pasaría lista verificando ausentes y disciplinando la combatividad revolucionaria. Fue visible la reacción de sospecha del agente que custodiaba el lugar cuando ante su interrogatorio le explicamos que acudíamos allí como latinoamericanos y ciudadanos libres. No puedo olvidar su rostro sorprendido, el mismo que hemos visto multiplicar durante estos años ante actividades organizadas por colectivos de amigos en diversos barrios de la Habana: 2004, 2005, 2006…..
Foros abiertos en parques, conmemoraciones de mártires populares olvidados por efemérides tradicionales, acompañamiento a eventos y performances de grupos artísticos alternativos están entre los mejores recuerdos que me traje de Cuba.
En todos ellos el valor de la autonomía, de elegir un pensar, un sentir y un hacer, no venia de la mano de privilegios institucionales, sino de sentirse parte de un colectivo vivo, de una espiritualidad trascendente y, a la vez, concreta.
Los “ruidos” y temores de funcionarios y amigos ante posibles provocaciones de con grupos disidentes antigubernamentales y acosos policíacos, las desorganizaciones y criticas propias, los disensos y la capacidad de entrar y salir libremente de esas redes, las broncas y relajos formaron parte de esta escuela de ciudadanía que construimos en los parques Almendares, la Ceiba y 21 y H, o en Cafés Literarios y bibliotecas públicas. Y la práctica de “debatir por invitación”, tan cara a ciertos espacios de la intelectualidad metropolitana, quedó, como regla consensuada, desterrada de nuestros espacios.
No todo era idílico: la cubanidad brotaba entre acaloramientos, asaltos a la palabra ajena y retiradas in-tempestuosas. A veces la solidaridad emergente reunió el dinero para la merienda que no llegó, o los volantes que escaseaban, en ocasiones los cuatro gatos demostraban una mala convocatoria. Cuando caíamos en la densidad filosófica, alguien soltaba un chiste y nuestros diletantismos se evaporaban. Pero no había mucho lugar para la fama y el aplauso y eso me gustó siempre.
Cierto que los espacios nacen, crecen y mueren, muchas veces por propia dinámica y antes de agotar todas sus posibilidades. Pero no hay mejor promesa que saber que en quienes los impulsamos queda más de un recuerdo hermoso y el aprendizaje en aquellos más jóvenes que, seguramente, sabrán hacerlo mejor. Los reinos gemelos de la libertad y compromiso los necesitan para vivir y perdurar.
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