La Habana cada vez me gusta menos

Dmitri Prieto

Foto: Caridad

HAVANA TIMES — La entidad que controversialmente maneja las nominaciones a “maravillas modernas” acaba de darle a La Habana el título de Ciudad Maravilla.

A esa Habana que hace ya años quise tener por casa, a esa Habana donde realicé mis estudios universitarios, y donde he trabajado ya bastante… a esa Habana que cada día me gusta menos.

De adolescente, de joven, en plena crisis de “periodo especial” solía ir por sus calles, y las calles me hablaban. Me hablaban de días y noches del pasado, de escritores hippies y guitarristas rockeros, de luchas obreras y mártires estudiantiles, de comidas y bailes populares, de rumbas, de religiones, de esoterismo y de sexo.

Esa época pasó, y esa Habana murió, sin pasaje a resurrección posible. Aquella no era, a pesar de Los Van-Van -eternos mitómanos, más que mito- una “Habana socialista”. Era simplemente cierta ciudad que, como escribió el poeta Jesús Díaz en Las Palabras Perdidas, un día estuvo viva.

Fue la misma que recibió a los barbudos, y que después ofició la asquerosa y ruin liturgia de los “actos de repudio”. La Habana de tantos proyectos alternativos, de tanta gente que quisieron y pretendieron otra Cuba – y de tantos ánimos por salirse de esta Cuba, porque la otra se esfumaba como la arena entre los dedos.

Aquellos polvos trajeron estos lodos. Llegó la hora de pagar las barbaridades de tanto “idealismo bien abastecido en su tiempo”…y el precio es ya demasiado alto.

Al son de Sábado corto, canción hedonística del Pablito Milanés de los 80, se concibió -una noche de sexo libre- el Reguetón. Y Silvio Rodríguez, laureado por un Premio de Cuba Posible, enseñó a esa Habana cómo escabullirse dando por imposible la verdad, entre gritos, entre ideologías, destilando talento y comprometiendo para siempre lo que fue esa “nueva” trova.

Ya no más trova. Asco de calles levantadas donde cada operación constructiva aporta nuevos baches.

Ya no más memoria. Los gritos desde los balcones no son de alegría popular, son de desesperación, y las banderas que penden son ganchos comerciales – no importa la nacionalidad de estas, porque el fula (el dólar) no es “étnico” ni contiene identidades.

Ya no más deseos de vivir acá, que tanto disgusto causaron a mis difuntos padres. El “servicio” se oferta a posibles “clientes” vía gritos agresivos, los bicitaxis arrastran lo que queda de orden afectuoso de las calles antiguas, la nueva generación se impone con ese reguetón que aquel lamentable ministro pensaba que era un género musical. Nuestras “vanguardias culturales”, nuestros “intelectuales” fueron lo suficientemente idiotas para no darse cuenta que había algo que salvar, más allá que la reliquia momificada de una ideología en el poder… aunque quizás no tan idiotas eran, sino solo palomas troqueladas…

La triste obra de aquel Eusebio empeñado en rescatarla del desastre me saca lágrimas cuando lo veo en la TV, enclaustrado por la enfermedad que lastra su cuerpo y corroe a Cuba toda. Eusebio Leal, héroe de tantas restauraciones. Hombre controversial, cuestionado por tantos, por mí mismo y por mi familia, incluso. Pero qué distancia entre su fe y esta realidad de su ciudad más querida, hoy día.

Hoy, La Habana calla. Su voz no se oiría, de todos modos, entre tanto reguetón. Sus calles no me dicen nada más desde las profundidades de los tiempos.

Eso perdió toda relevancia.

La vieja Cuba ya no existe.

Es un ersatz, una mera imitación, mimesis ruin de un original que fue subastado por fragmentos.

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