Barra de guayaba de San Antonio

Dmitri Prieto

Cafetería cubano. Foto: Caridad

Quienes vivimos en Santa Cruz del Norte, pueblito a las orillas del Golfo de México a unos 50 km de La Habana, frecuentemente nos despertamos por la mañana a la voz del pregón “Barra de guayaba… de San Antonio del Río Blanco….”

Una señora delgada y canosa va por las calles vendiendo barras de dulce de guayaba. Su peculiar voz y su pregón son fácilmente reconocibles y difíciles de imitar.

La mujer al parecer vive en San Antonio, otro pueblo, unos kilómetros tierra adentro en dirección a Jaruco. En nuestra provincia de La Habana hay varios San Antonios, y ese en particular lleva el nombre de San Antonio del Río Blanco.

Es el hinterland de la parte occidental más estrecha de la Isla, habitado por cultivadores de la tierra y marcado por cierto espíritu campestre de familiaridad y lentitud. Como una variante cubana del Eterno Retorno.

Yo, nacido en una gran ciudad, siempre envidié ese hálito que caracteriza a la gente del campo y de algunos suburbios. Pero jamás he sido portador de él, pues lo urbano parece que es como una marca de nacimiento.

Tampoco he probado el dulce que vende la señora.  En mi familia, no comemos mucho dulce de guayaba, y además lo conseguimos con otras fuentes. Hay además una particularidad adicional: ese dulce no se puede decir que escasee en nuestros mercados.

Se vende tanto en “moneda del salario” como en las tiendas de pesos convertibles (CUC).  Y el que vende la señora que nos suele despertar con su pregón suele ser algo más caro que aquel que compra la mayoría de los santacruceños.

Me fascina ese hecho.  Aunque no he podido comparar la calidad de la “barra de guayaba… de San Antonio del Río Blanco…,” presumo que quienes la compran tienen sus razones para pagar el precio que lleva.  No las conozco.  Pero es como una marca de origen, una propuesta de distinción en una tierra donde el surtido de mercancías e ideas no se caracteriza aún por la diversidad.

Máxime, la diferencia de precio no es tan grande.  Y la distinción, más bien invisible a los ojos, basada en el gusto y el sabor del dulce de guayaba, y no en las deletéreas aspiraciones de status.

Aunque no compre el dulce que vende la señora, me alegra escuchar su voz por las mañanas, señal de que la vida continua, de cierta manera, en cierto sentido.

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