Daisy Valera
El viento ha comenzado a soplar con fuerza y choca contra las ventanas de mi transitorio apartamento en Alamar.
Algunas ráfagas de aire fresco nos insinúan el invierno, muy esperado pero siempre tímido.
El frío se me antoja como una especie de bálsamo.
Comienzan a bajar las temperaturas y como por arte de magia los habitantes de esta ciudad se empujan menos en las colas, son menos violentos en los interiores de las guaguas y bajan el volumen de los equipos que reproducen reguetón en los barrios.
La Habana es testigo de un número mayor de sonrisas.
Van desapareciendo los rostros sudados, las respiraciones agitadas y la deshidratación. Solo sienten pesar los vendedores de refresco instantáneo a dos pesos.
Cuba es bella en invierno. Se me ocurre que nuestro sol abrazador lo disfrutan pocos: turistas, fotógrafos, nacionales propietarios de casas con aire acondicionado o cubanos con gorrión.
He comenzado a sacar de los armarios la poca ropa de invierno y he recordado los dos abrigos de mi infancia: el chubasquero azul y uno de algodón blanco con botones perlados.
Casi todos mis compañeros de aula tenían abriguitos parecidos.
Los sustituí en la adolescencia, utilizaba uno gris y otro verde, los dos provenientes de la ropa reciclada que es donada a Cuba y que el Estado nos vende.
Los dos un poquitín grandes para que pudiera utilizarlos también mi mamá.
Fue gracias a una misión internacionalista de ella en Venezuela que pude entrar a la Universidad con varios abrigos de mi talla. Aún conservo una chaqueta mezclilla incapaz de detener el frío y un impermeable azul.
En los últimos años los inviernos han sido más intensos, y la estética con que se enfrentan también ha cambiado.
El lento pero continuo proceso de distanciamiento en cuanto a estatus social y calidad de vida de la sociedad cubana también se refleja en esta estación y de una manera poco sutil.
Se han puesto de moda guantes, bufandas y gabardinas que se compran a precios de espanto; o que son enviados por familiares desde otros países.
Ahora los vendedores particulares exhiben una surtida línea de ropa invernal que le puede provocar envidia a las tiendas estatales en CUC.
Algunos compran lo último de la moda y otros, como yo, planean contrarrestar el frío buscando entre la ropa de segunda mano.
La verdad es que la ropa de los rastros no está tan mal. Hace dos años conseguí un abrigo beige precioso, por solo 40 pesos.
Creo no tener demasiados contratiempos.
Pero no sé si puedan decir los mismos los indigentes que duermen en muchos de los portales de la ciudad y recogen comida de los latones de basura. Espero entonces que este invierno sea clemente.
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