La nueva casa vieja

Daisy Valera

Pasillo de mi edificio.

HAVANA TIMES — Alguien grita en el pasillo: “Aquí todos somos proletarios, a mí el Estado no puede venir a decirme que no cambie la ventana.” Hago un apunte mental: ¿Vecinos con conciencia de clase? Imposible.

Sigo intentando completar la distancia que deben recorrer mis bultos entre el punto A (un Moscovich verde destartalado) y el punto B (la puerta de mi nuevo apartamento).

Siento el cansancio de quien ha soportado esta historia cien veces, pero aún me faltan unas noventa y cuatro.

Llegó nuevamente el anuncio inesperado de que debía dejar el alquiler. El desasosiego.

El avisarle a todo ser conocido y desconocido de mi lista de teléfonos y escuchar chistes del tipo: “¿Cuándo te mudas bajo un puente?”

El intentar, cruzando los dedos, una búsqueda previsiblemente inútil en www.revolico.com, donde los precios de los pisos arrendables siempre sobrepasan los 80 CUCs al mes.

Molestarme porque no existe un lugar de gestión municipal/provincial/nacional que haga una relación de estos anuncios para “personas de bajos ingresos”.

Encontrar opciones desalentadoras de habitaciones convertidas en casas dónde se fusionan con desfachatez cuartos y cocinas o salas y cuartos; sin que esto influya en los precios.

Detalles de mi cuarto.

Recibir finalmente el aviso tranquilizador de un amigo, que tiene un amigo y este un conocido que puede alquilar una casa (necesariamente vieja gracias al ridículo precio que logro permitirme).

Me instalo ahora en uno de los apartamenticos de una edificación de mitad del pasado siglo. Me adapto a los boleros de Beny Moré y Tejedor que comparte con todo el barrio algún  inquilino del cuarto piso.

Mi casa vieja huele a restos de cosas muertas, principalmente  flores y cucarachas. Es un pequeño hueco húmedo?amarillo, de pisos ásperos y el esqueleto metálico del edificio asomándose en alguna que otra esquina.

Lo mejor del lugar son los trastos, las cosas que dejan atrás los dueños sin importarles que ocurra con ellas.

Una foto de una adolescente alfabetizadora con dedicatoria: a mi madre Elda con cariño, Fela.

Dos cuadros con imágenes de músicos japoneses y uno pequeño de una plaza de Toledo.

La mitad de un juego de platos con el sello del departamento médico de la Armada de los Estados Unidos.

Un televisor-bomba RCA modelo XL-100 ColorTrak. Según indicaciones precisas de la dueña, si se conecta, explota.

La pequeña cómoda, el banquito acolchonado y un espejo que remiten a la imagen de antiguas e intrincadas sesiones de maquillaje.

Finalmente los objetos símbolo de la miseria de las últimas décadas: cubiertos con mangos plásticos y un afiche de nylon con venaditos posando como gemelos de Bambi.

Yo: persona en la cúspide de la felicidad. ¿Cómo no estarlo en una Habana donde proliferan como una epidemia problemas familiares por la convivencia forzada, derrumbes y el acaparamiento de inmuebles por parte de los pocos que tienen el capital necesario?

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