Experiencia de un día cualquiera

Daisy Valera

HAVANA TIMES — Espero a mi amigo A. en las escaleras del cine Yara. Un señor con bigote y cigarrillos se me sienta al frente y comienza el partido.

Las reglas son básicas: el tratará insistentemente de establecer contacto visual, yo pondré todo mi talento en función de evadirlo.

Empiezo garabateando algunas ideas en mi cuadernito  MADE IN CHINA,  el calor de abril no me deja terminar ni una frase.  Sigo intentándolo.

Me mide y pesa con la mirada. Comienzo a sentirme en medio de un interrogatorio telepático/sorpresivo. El humo se aleja de su cigarro, y presiento sus deseos de apuntarme a la cara con una bombilla amarillenta.

A estas alturas del juego me toca repetir mentalmente y por unos cuantos segundos: que no se acerque, que se vaya, que no se me acerque….que no me torture con esas frases de manual:

¿Por qué una muchacha tan bonita anda sola? ¿Tienes novio? ¿Puedo invitarte a salir?

El señor, copia compacta de tantos otros señores, jóvenes, adolescentes y ancianos de esta ciudad/país, se alisa el pelo, termina de fumar y se concentra en la costura de la saya y en mi tirante torcido.

Quiero seguir sola, solísima en esta esquina del Vedado. No quiero perder este metro cuadrado de sombra que es uno de los pocos oasis de la Rampa al mediodía.

Resisto los deseos de salir corriendo. Sigue el juego: si miro a sus ojos, pierdo. Le doy permiso para ejecutar su salto felino hasta el escalón que ocupo.

Su mirada termina fija en mi cara, como respuesta miro al cielo, al techo, al suelo, también sirven las luces del semáforo a una cuadra de distancia.

Es mi turno para preparar las respuestas cortantes,  respuestas que siempre son más efectivas si son pronunciadas con entonación flemática:

Me gustan mucho las mujeres: flacas, sin nalgas, de pelo negro (cualquier otra combinación es igual de eficaz).

Mi esposo llegará en unos minutos, sí, soy una mujer casada (el personaje del novio no suele tomarse demasiado en serio).

Otro recurso ante al ataque puede ser fingir sordera o autismo.

Llega A. y me libra de las últimas etapas del partido. Esa en la que el señor no se amilana e insiste en su despliegue baboso y yo deseo pegarle, asestarle un golpe definitivo que lo deje mudo, inconsciente, adolorido.

Estoy cansada de jugar, de aguantar la presión sin ninguna posibilidad de salir vencedora. De sentir atornillado en mis hombros un cartel lumínico que bien puede decir “carne cándida”.

En el juego ha quedado abolida la posibilidad de descanso o tiempo fuera.

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