Cuna de la Revolución (II)

Francisco Castro

Y todo sigue en su lugar
Los adoquines y el pasado
[…]

William Vivanco.

Santiago de Cuba-- fhoto: zz77

Santiago duele.  Y duele sobre todo la inmovilidad de sus gentes.  Y de sus organismos y organizaciones.  Y de su gobierno y su mente.  Siento miedo al caminar por las calles de esta ciudad, porque siento que viajo en una máquina del tiempo que me lleva a décadas grises de la vida en Cuba.

Cierto que históricamente Santiago, a pesar de ser la segunda ciudad en importancia en el país, después de la Capital, ha estado a la saga de lo que pasa en La Habana.

Al principio, cuando éramos colonia española, por un problema de distancia.  Todas las disposiciones reales llegaban primero a La Habana, y varias semanas o meses después, a Santiago.

Esto trajo como consecuencia que se creara una especie de distanciamiento entre estas ciudades, distanciamientos que arrastramos hasta nuestros días, y que se ve en la rivalidad entre los equipos de béisbol de ambas ciudades.

Esto llega a tonos oscuros en los finales de las series nacionales; en la oponencia absurda entre los habitantes de las ciudades, y las ofensas de unos hacia los otros -los habaneros llaman a los orientales, especialmente a los santiagueros, palestinos-, la intolerancia entre una cultura y otra -existen diferencias entre las culturas de las ciudades que quizás pasen desapercibidas para el visitante ocasional, pero que se ve en la forma de vestir, hablar y caminar, la música y los bailes, la comida…, a pesar de ser Cuba un país pequeño-, y en muchos otros detalles, como por ejemplo, cuando alguien dice que es santiaguero, u oriental, siempre lo miran como de soslayo, o sueltan algún tipo de imprecación, aunque ese santiaguero u oriental sea atípico como yo.

Esa constante desvalorización de esta porción del territorio cubano ha influido en la autoestima de buena parte de sus habitantes.  Las nefastas consecuencias que este fenómeno puede acarrear no creo que estén previstas por los encargados de la organización social del país. Sin pretensiones apocalípticas, creo que algo habría que hacer para evitar males mayores que los que se viven actualmente.

Estos días en la ciudad santiaguera me han mostrado a un pueblo que más que un grupo humano parece un rebaño de corderos.  Ojo con el cordero, puede ser un lobo disfrazado, y no uno que se acoge a la moda de travestismo que puja por establecerse en la isla, sino uno con intensión de mostrar sus colmillos cuando menos el pastor se lo espere.

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