Locura en un pueblo delirante de Honduras

Por Ben Anson

HAVANA TIMES – Qué año he tenido!

Hace poco, en una llamada telefónica, compartí con mi padre una cita del “pintoresco” escritor de culto estadounidense Hunter Lee Thompson:

“La vida se ha tornado inconmesurablemente mejor desde que me fui obligado a dejar de tomarla en serio”.

“Bueno, ahí lo tienes, Ben”, dijo mi padre, un hombre que ha pasado por eso. Su única hermana falleció este año. Cáncer. Eso, y un incesante agujero negro de otras vicisitudes.

“Obligado. Es su manera de usar la palabra obligado. Me gusta eso. Estás obligado a no tomarlo en serio, absolutamente”, continuó.

Hace unos días entré en la ciudad caribeña de La Ceiba, en el norte de Honduras. Lo hice con mi amigo Edward, un hondureño de la costa. Estuvimos disfrutando los dos últimos días, rodando por la costa en su Ford 4×4 blanco, mientras lo acompañaba en sus proyectos relacionados con la construcción de pozos en comunidades rurales. Él trabaja para su cuñado italiano, un exitoso ingeniero.

Necesitaba desesperadamente un escape de la locura, el desorden y el caos de la ciudad y la escuela donde había estado empleado por tres meses antes de dimitir porque simplemente no podía seguir más.

Santa Cruz de Yojoa es un pueblo que debería de tener un muro alrededor. Es un lugar donde nadie respeta a nadie, donde la música suena a todo volumen durante la madrugada, donde las jaurías de perros callejeros ladran durante toda la noche, donde los borrachos hacen de todo en la calle. Yo mismo fui atacado con machetes e incluso mordido por los miembros de una familia una noche en que salí gritándoles: cállense la boca!, después de estar sometido al fuerte ruido de maquinarias pesadas de su taller durante la noche.

Claro, mi actitud no fue particularmente “agradable”, pero qué tipo de persona ataca en grupo -hombres y mujeres- a un individuo solo, con machetes e incluso con sus dientes?

Honestamente, el lugar es una locura.

Los niños de la escuela me llamaron de todo bajo el sol, desde “tú, gringo”, hasta “gringo hijo de puta”. Niños de ocho y nueve años. Por supuesto nunca respondí con violencia porque, de hecho, me compadecí de ellos y me dije: “bueno, si los niños dicen ese tipo de cosas a esa edad, es evidente de qué tipo de familia provienen”.

Recordé un mecánico que mató un perro callejero a plena luz del día y luego procedió a amarrarlo en la parte de atrás de su mototaxi antes de arrastrarlo por toda la cuadra como si él fuera Aquiles y el perro Hector, los personajes de la Ilíada y la Odisea; una de las famosas historias de La Guerra de Troya.

Así que, con todo esto (y mucho más que contar, pero esto se transformaría de un simple post de diario a una novela), tuve que escapar del manicomio de Santa Cruz de Yojoa y la intolerable escuela bilingüe donde trabajaba. Una escuela donde los directores son tan irracionales y más allá de toda esperanza que todo el mundo usa el mismo baño. Hay un solo baño, donde (y, perdonen la vulgaridad) un profesor adulto podría estar soltando los últimos restos de orina por la punta de su pene, con una niña de primaria, de cinco años, buscando un espacio en uno de los cubículos del baño.

¿Por dónde se empieza con esta gente?

De ahí mi huida a la costa.

—–

Lea más del diario de Ben Anson aquí.

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