Armando Chaguaceda

Fútbol callejero. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — Hace unos años, la muerte de un viejo profesor de la Universidad de la Habana provocó un aluvión de lágrimas y elogios de parte de sus viejos alumnos, que le recordaron como un ejemplo de docente, padre y amigo. Algunos hasta le ponderaban ciertas poses subversivas, dignas de recordación, dentro del asfixiante ambiente de su facultad.

Sin embargo, el hijo de otro intelectual de aquella generación sesentera -curiosamente respetado por las mismas personas que veneraban al occiso- relató al grupo de amigos del que yo formaba parte una historia totalmente opuesta sobre el difunto. Lo calificaba como un delator y arribista; alguien corresponsable, según evidencias expuestas, de la represión sufrida por su padre décadas atrás.

Tiempo después, al saber del reconocimiento que las instituciones culturales darían a un veterano intelectual cubano, expresé mi alegría en una suerte de panegírico compartido en redes sociales. No pasó mucho tiempo hasta que otro intelectual -también residente en la isla, pero más joven que aquel- expusiera su sorpresa ante mi entusiasmo. Cuando le pregunté la razón de de su asombro, reveló un íntimo y desolador testimonio de la insolidaridad del homenajeado frente un acto de censura recién vivido por él. Enmudecí.

Anécdotas como estas no pasarían de ser típicas escaramuzas de gremio si todas esas personas -de quienes preservo, por obvias razones, sus nombres- no representasen un segmento intelectualmente valioso de la élite académica de la Cuba postrevolucionaria. Empero, lo que sus historias nos ratifican es la dificultad para ponderar, con ingenuidad indulgente, cualquier trayectoria intelectual desarrollada en la primera línea del panorama institucional cubano; entorno donde la razón de estado se infiltra en los predios del arte y el pensamiento. En todo caso, tal abordaje supondría un necesario balance de las causas sociales -socialistas- que estos pensadores alegaron defender y su relación contradictoria con las consecuencias adversas y concretas -instauración y defensa de un orden autoritario- de sus apuestas de poder.

Desde tal perspectiva quiero entender las opiniones desatadas, en días pasados, sobre la figura y legado de Alfredo Guevara, a partir de la excelente entrevista realizada por Nora Gámez y Abel Sierra al fallecido dirigente cultural. Se ha debatido sobre su identidad -como intelectual o funcionario-, sobre su visión -peyorativa o esperanzada- del pueblo cubano, sobre los alcances de su reflexión crítica y sus nexos con el estado.

Calle Estrella en Centro Habana. Foto: Juan Suárez

En torno a la utilidad y sentido de tal ejercicio polémico no hay mucho que cuestionar: todo pensamiento puede ser objeto de aproximaciones diversas y hasta osadas; máxime si se trata del pensamiento de alguien cuyo verbo se esparce, sin orden ni progresión clara, en una serie de memorias, entrevistas y compilaciones*. Lo que genera, ante la aparición de cada nuevo dato, renovado interés en la enigmática figura.

En Guevara encontramos un autor cuya obra descansa más en la opinión ilustrada que en la reflexión sistemática, combinando frases y posturas ambiguas. Se trata de un legado donde el nexo entre la calidad intelectual y el compromiso cívico alumbró criaturas bizarras. Como aquella extraña defensa -que incluía lamento y silencio autoimpuesto- al filme Guantanamera o la ocasión, más reciente, en que incitó a los jóvenes a buscarse unas broncas que, él mismo -habilitado como nadie para el acceso a las máximas autoridades del país- evadía asumir.

No se trata, creo, de convertir a Guevara en la Bruja de la Escoba o el Príncipe Valiente. Como cualquiera que desarrollase una carrera de intelectual orgánico en la institucionalidad cultural isleña, Guevara fue corresponsable -o hacedor a secas, sin chivos expiatorios- de logros, silencios, castigos y recompensas. Los mismos que amparan un “debate posible” -capaz de incomodar a los sectores más conservadores del status quo- al tiempo que confirman los límites prácticos y discursivos de ese debate. Permitiendo sin duda la incubación y amparo de intelectuales e ideas críticos, pero lastrando, a la postre y de forma global, el desarrollo de una cultura y pensamiento social vivos, plurales e incidentes en la vida cotidiana de la nación y su gente. Razones más que suficientes para quebrar al ídolo -uno de tantos- que pretenden erigir sobre su persona.

Sus decisiones y actitudes en materia de política cultural promovieron gente y productos valiosos…del mismo modo que desampararon o jodieron a otras. Sus gustos estéticos oxigenaron una esfera cinematográfica nunca invadida, en toda la línea, por el realismo socialista…al tiempo que impusieron su autoridad frente a otras tendencias, obras y creadores. Su figura no es la de un esbirro pero tampoco la de un redentor; no es la de un burócrata gris pero tampoco la de intelectuales oficiales de la estatura, por ejemplo, de Carlos Rafael Rodríguez** o Fernández Retamar. Lo que Guevara representa es esa especie híbrida del gestor cultural -Lunacharski antes que Mayakovski- necesaria en las sociedades contemporáneas, para articular recursos públicos, cobijar la creación y favorecer el consumo de cierto arte. A la que supo añadir, en las condiciones de un régimen de socialismo de estado, las funciones puntuales del comisario vigilante.

Esperando en la bodega. Foto: Juan Suárez

Respeto a quien lo consiga pero yo, de cara a las urgencias del presente -y al acumulado de experiencias políticas y culturales de la Cuba postsoviética- no encuentro modo alguno de convertir al difunto y su obra en un acervo potente e invocable. ¿Guevara cobijó bajo su manto la creación colectiva? También lo ha hecho, durante estos años y a despecho de los censores, la poetisa Reina María, en una azotea con menos apoyo y, seguramente, más alma y legado que el grueso de la institucionalidad cultural. Y Desiderio Navarro, en un proyecto como Criterios, sostenido sobre una excepcional mezcla de erudición y agonía por el poliglota traductor y ensayista.

¿Estimuló Alfredo el nuevo pensamiento social? Tengo la impresión de que las búsquedas y debates que, en mi generación, sostuvimos en el Centro Marinello, en el parque Almendares -y en otros espacios emergentes o periféricos de la institucionalidad oficial- gozaron de mayor autonomía y frescura que los foros autorizados por aquel….al menos de los que yo puede, personalmente, conocer. Y la lista podría ser, desde mi óptica, todavía más amplia.

Al leer la obra y testimonios de Guevara, percibo ciertas constantes que se repiten: la lealtad a una utopía abstracta por sobre la evaluación de sus resultados, la mirada tutelar y elitista sobre el pueblo realmente existente y esa manía -prototípicamente totalitaria- de ubicarse a la vanguardia de la nación y su historia. Todas constituyen lastres de los que es preciso despojarse, si queremos avanzar hacia nuevas cotas de civismo y conocimiento sociales. Porque no hay nada más antitético a la virtud republicana que la dispensa aristocrática.
—–
* Quien escribe estas líneas ha podido leer su epistolario (“Y si fuera una huella”) así como los libros “Revolución es lucidez” y “Tiempo de Fundación”; más una serie de entrevistas publicadas en medios impresos y digitales en los pasados quince años. Por lo que agradece cualquier información adicional que complejice su mirada sobre las ideas del autor.

** Cuya obra en dos tomos “Letra con filo” constituye, a mi juicio, una pieza maestra de análisis socioeconómico y pensamiento político, reveladora de la estatura intelectual de Carlos Rafael.

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