House of Cards y la ciencia política insular

“Un político no es más que un filósofo sin remordimientos”  – F.U

Armando Chaguaceda

El elenco de House of Cards.

HAVANA TIMES — Desde hace algunas semanas descubrí -y literalmente devoré- las dos temporadas de la serie estadounidense House of Cards, que pasa por el servicio de programación online Netflix. Para alguien interesado en los asuntos de la política -y en las disciplinas que los abordan- resulta imposible no sucumbir a los encantos de la serie. A la buena factura de su ambientación y actuaciones, habría que añadir el fiel reflejo de las sutilezas, brutalidades, acomodos y disputas que caracterizan la realpolitk de los círculos de poder en EEUU. Y, añadiría, en cualquier parte de este mundo.

Viendo en House of Cards el modo en que, desde las orillas del Potomac, se fraguan alianzas y decisiones que afectan a millones de personas en todo el orbe, uno conoce mejor la esencia del quehacer político. Y pondera, al mismo tiempo, los límites y alcances de la democracia norteamericana. Una que combina poderosos mecanismos de fiscalización y control del poder con oscuras componendas alejados del interés y conocimiento general. Donde las ambiciones y compromisos de políticos, empresarios, cabilderos y magnates de la prensa se entretejen en un juego político complicado y dinámico. Tan amenazador del espíritu democrático como incapaz para anular los derechos de los ciudadanos del país norteño, ejercidos a través del voto, la movilización de calle y la organización civil.

Pero lo siguiente que pienso, cada vez que termino un capítulo de House of Cards, es cómo pueden ventilarse, ante un público tan amplio y diverso, el cúmulo de miserias humanas que la serie exhibe. Sin que ello signifique el pánico de la clase política y su percepción de que pronto será derribada por los agraviados espectadores. Y me percato que, para ello, además de un consenso mayoritario sobre la deseabilidad del orden democrático, esa sociedad debe reunir ciertos atributos. La existencia de una prensa vibrante -que acoja tanto el escándalo como el periodismo de investigación- y de una sólida academia -capaz de tomar los desempeños y malestares nacionales como problema de investigación- son algunos de esos rasgos. Cuando eso no sucede, asistimos a la patología de cualquier organismo incapaz de procesar sus infecciones y crear sus anticuerpos. Que es lo que ocurre, como regla, en la política y esfera pública insulares.

En materia de ciencia política, lo realizado en la isla en las últimas décadas es un ejemplo prototípico de magro desempeño.[i] Si algunas disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades –también regidas por el aparato ideológico del partido- han avanzado en la sofisticación de sus perspectivas y en el abordaje de zonas grises, la politología sigue lastrada por la propia naturaleza de su objeto de estudio. La inexistencia de una asociación de profesionales del ramo, la persistencia de visiones que privilegian, en diferente grado, lo descriptivo y lo normativo –cuando no lo abiertamente apologético- por sobre lo analítico y lo propositivo, son temas por superar.

A pesar de esfuerzos agradecibles[ii], la ausencia de estudios sustantivos y de acceso público sobre temas neurálgicos como la composición de la élite política cubana y sus mecanismos reales de circulación y toma de decisión fijan la producción del ramo –con honrosas excepciones- en un nivel artesanal. Al punto que sea hoy una revista de opinión y análisis de coyuntura –Espacio Laical– quien marque la pauta de lo que, en cierto modo, se asemejaría a una producción politológica doméstica.

Semejante estado de cosas no obedece, únicamente, a la naturaleza del régimen político vigente; debe mucho al legado estrictamente brezhneviano que sobrevive en un personal formado en academias de la ex URSS  y en la conservadora perspectiva oficial sobre el rol subordinado del intelectual. Si vemos en perspectiva comparada, las academias de naciones aliadas como Rusia, Irán y China muestran un dinamismo, actualización y diversidad de perspectivas politológicas con años luz de ventaja sobre la cubana. El provincianismo –creer que Cuba es tan exclusiva como inexplicable-, la apelación al ensayo como sustituto del artículo científico –con lo cual se sobrecargan las posibilidades del género literario- y la confusión existente entre filosofía política –que es, en buena medida, lo que más se produce en la isla- y disciplinas ausentes como la sociología política, presentan un panorama poco halagüeño para el desarrollo de esa rama del saber humano.

Mientras cursaba mis estudios de maestría, una profesora –sacerdotisa del estalinismo- pronunció una frase que resume mejor que nada la situación de la disciplina en el país. “Al Poder no le gusta que le estudien”, señaló. Poco después, un amigo de aquellos años –y compañero en el posgrado- me reprendió por firmar como politólogo mis artículos mozos sobre política cubana. “No debes hacerlo, aquí sólo pueden firmar como politólogos….”, mencionando después un par de voces autorizadas de la academia insular. Durante todos esos años -y hasta el presente- las decisiones gubernamentales, las protestas de la oposición, la opinión académica y la percepción cotidiana de la gente parecen transitar por sendas diferentes. Evidenciando una fragmentación y desinstitucionalización que impiden la conformación de una esfera pública y una acción y reflexión políticas cabalmente moderna.

Podría terminar, pesimista, diciendo que mientras el ejercicio concreto de la política –y no la invocación a ismos y cracias huérfanos de asidero real- siga ajeno a la exposición mediática y la incidencia del ciudadano, el análisis politológico insular sufrirá el fardo esterilizador de la censura ideológica y la mediocridad intelectual. A contrapelo, una revitalización de la politología insular ayudaría a sectores activos de la población -oficialistas y opositores- a conocer realmente los entresijos del poder y, por ende, a evaluar la forma en que sus derechos pueden verse realizados o conculcados por aquel. Y potencialmente haría al propio poder –en todos sus niveles- más permeable a visiones menos (auto)complacientes y desconectadas de las realidades internacionales y locales.

Hoy la Cuba profunda, civil y trasnacional, que cambia, se comunica y avanza -a pesar de todos los bloqueos y dominaciones- está desacralizando los discursos, abriendo las fronteras del debate y, sobre todo, visibilizando nuevos actores capaces de labrar el mañana. Con su concurso, quizá no deberemos esperar mucho para que “nuestros” Francis Underwood´s sean desnudados, sus tropelías expuestas y los ciudadanos -incluidos los politólogos- encuentren mejores razones para hacer y vivir.


[i] Utilizo ciencia política, ciencias políticas o politología en un sentido laxo, para aludir a las disciplinas que estudian la conformación, ejercicio y fundamentos del poder político. Desde esa perspectiva, tanto la filosofía política, la sociología política como la ciencia política definida en singular cabrían en tal clasificación.

[ii] Destaco en positivo, de los académicos residentes en la isla en la pasada década, los textos sobre el sistema político cubano realizados por Juan Valdés y Emilio Duharte y los análisis de política exterior de Carlos Alzugaray. En mayor o menos medida, estos trabajos -y otros que ahora no menciono- han contribuido al tímido renacer de la disciplina que se aprecia en instituciones como la Universidad de la Habana y en programas de asignatura como el de Teoría Sociopolítica, impartido en diversas carreras a nivel nacional. Más recientemente, los trabajos de Roberto Veiga y, sobre todo, de Julio César Guanche sobre el Poder Popular parecerían seguir una línea promisoria que relaciona lo legal, lo institucional y lo sociológico en el estudio del sistema político cubano.

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