El ejemplo mexicano y la democratización cubana

Armando Chaguaceda

HAVANA TIMES — En un texto reciente -que en otro momento y lugar comentaré por sus trasfondos-, el politólogo Arturo López Levy identifica a la transición mexicana como un caso digno de tomarse en cuenta para el caso cubano. En su post, el autor exhorta a que “la oposición, marxista revolucionaria o no, se centrara en ganar elecciones municipales y mostrar que puede gobernar algo con eficiencia, como lo hicieron en México el PAN y el PRD

Lo primero a señalar es que, en sus palabras, López Levy parece reducir las dinámicas del cambio político a dimensiones y movidas legales-institucionales: orden y paciencia, en el gobierno y la oposición, parecen ser sus mantras reformistas. Haciendo caso omiso a la obra de autores por él conocidos -como Alberto Melucci, Charles Tilly o Guillermo O´Donnell- que reconocen en el fenómeno democrático el resultado de una interacción dinámica entre la acción ciudadana -incluidas las movilizaciones y demandas por reconocimiento y derecho- y las políticas estatales tendientes a garantizar la participación y representación políticas y la inclusión social.

El propio caso mexicano no sería entendible sin las multitudinarias marchas y movilizaciones sociales que, in crescendo, tuvieron lugar en diversas ciudades y regiones de México a lo largo de las últimas décadas de gobierno del PRI. Acciones donde, a despecho de las diferencias programáticas y los reclamos oficiales de respeto a la “soberanía nacional” y al “partido de la Revolución” -algunos de cuyos portavoces, en sintonía con el actual discurso de López Levy, también (des)calificaron como desleales y antipatrióticos a sus oponentes- millones de militantes de izquierda, activistas católicos, profesionistas liberales, estudiantes, amas de casa, campesinos y obreros se fundieron en un reclamo: fin del autoritarismo y reconocimiento de la demanda ciudadana por un cambio democrático.

No obstante -y he ahí la importancia de desterrar la simplificación del análisis histórico y político- tal presión y reclamo no halló, como regla, la total cerrazón oficial. Poco a poco -pese a la triste recurrencia de actos represivos del régimen como los ocurridos en las elecciones locales de San Luis Potosí y León o en las manifestaciones del 68 en México DF- se fueron abriendo canales de interlocución política desplegados por miembros reformistas desde el aparato estatal.

Mirando atrás

Para entender como ello fue posible hagamos un poco de historia. En el México posrevolucionario, pese a que prevalecieron tendencias autoritarias, se aprobó una Constitución Política (1917) que reconocía las instituciones y derechos de un régimen político formalmente democrático. El largo periodo de hegemonía priista –y presidencialismo reforzado- se caracterizó por el predominio de gobiernos autoritarios pero civiles, con una dirección institucionalizada y una limitación sexenal de mandatos. Todo ello dentro de un permanente recambio generacional de sus élites, en un marco -contradictorio pero real- de reconocimiento legal de la oposición política y de la autonomía de actores económicos y sociales.

En 1946 se expidió una Ley Federal Electoral, que propició la creación de partidos políticos nacionales, a los que les otorgó personalidad jurídica y exclusividad -previo registro- para participar en las elecciones.[i] En los años 1962-1963 se produjo una nueva apertura -esta vez en la Cámara de Diputados- al crear los llamados diputados de partido. Lo que permitía que partidos que no habían logrado obtener curules por el principio de mayoría relativa, lograran representación en el legislativo, dando voz a minorías políticas hasta entonces ignoradas.

Teniendo como antecedente la represión de 1968 y la manifiesta inconformidad de amplios sectores sociales -en particular de clases medias y trabajadores organizados- con el orden político dominante, durante los años 70 sectores reformistas de la élite priista -con especial protagonismo del brillante político e intelectual Jesús Reyes Heroles- propiciaron desde arriba y adentro una serie de cambios y ajustes en el sistema. En 1973, la Ley Electoral otorgó mayores prerrogativas para que los partidos se agenciaran recursos económicos y rebajó el número total de afiliados exigidos. En 1977, la nueva Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, entre otros avances, reconocía la existencia de partidos antes proscritos -como el Comunista-, les garantizó cobertura en los medios y amplió el numero de los diputados, ahora electos a partir de distritos uninominales y de circunscripciones plurinominales.

Se trató, en todos los casos, de importantes reformas pensadas desde el poder. Con el objetivo de disminuir los riesgos de nuevas crisis políticas y contener la presión que empujaba desde abajo, orientadas a proveer nuevas fuentes de legitimación del cuestionado régimen autoritario. Pero que, a la postre, permitieron la paulatina pluralización de la representación política y la inclusión efectiva -dentro del marco institucional vigente – de los partidos opositores y/o minoritarios en la vida política nacional.

En la etapa de desmontaje del régimen priista -que abarca el ciclo de luchas por la democracia electoral, con gran protagonismo civil, va de 1986 al año 2000- emergieron dos vertientes de oposición: una de derecha liberal, con una agenda limitada de democratización electoral y construcción de un Estado de Derecho, y una nacionalista-populista con ribetes de izquierda, dotada de una agenda restauradora de un pasado nacionalista. Ambas coincidieron en movilizaciones y reclamos al poder, ante fraudes en elecciones municipales, estaduales y, en 1988, al nivel federal.

Al haber dos oposiciones, el régimen autoritario tuvo que negociar con el PAN para la implantación de las reformas neoliberales, mientras cedía parcialmente a la presión de la oposición de izquierda y a la amplia movilización civil -incluidos sectores del panismo- con la realización de sucesivas reformas electorales y el reconocimiento de los triunfos de la oposición en elecciones estatales y municipales. Nuevamente, presión, apertura y negociación coinciden en una acelerada dinámica política, con sus propios acontecimientos y actores.

En resumen: movilización desde abajo y negociación por arriba confluyeron, dando cuerpo al accidentado proceso de la transición mexicana. Este proceso se salió de control del gobierno después de la reforma electoral de 1996 y de la creación de un Instituto Federal Electoral realmente autónomo, perdiendo el PRI las elecciones presidenciales en 2000. Así, en tanto el proceso de lucha y construcción democráticos mexicanos incluyó oportunas iniciativas políticas reformistas desde el régimen y sostenidas presiones desde abajo, mi pregunta es: ¿donde hemos visto eso en la Cuba postrevolucionaria?

En el México postrevolucionario -a diferencia de nuestro país- se estableció un partido hegemónico pero no se prohibieron legalmente los otros: a partir de 1946 la cantidad de diputados opositores creció lenta pero inexorablemente. Asediada y trabajosamente, las oposiciones liberal y de izquierdas lograron conquistar algunos municipios y escaños en los legislativos regionales y la Cámara Baja Federal. ¿Acaso la experiencia de la delegada campesina Sirley Ávila -víctima de acoso gubernamental por denunciar, desde su afiliación revolucionaria, la falta de escuelas en su territorio- y el ritmo monocorde de nuestra Asamblea Nacional sugieren alguna posibilidad, por minúscula que fuese, para emular con el precedente mexicano?

El poderoso estado priista controló grandes parcelas de la economía pero no estatizó hasta el último timbiriche: las patronales y los pequeños propietarios tenían sus propias instancias de diálogo y demandas para con el resto de la sociedad y el gobierno. Se expandió un esquema corporativo que garantizaba lealtades básicas al régimen pero los trabajadores podrían expresar quejas y reclamos frente a sus líderes sindicales y negociar, con estos, beneficios laborales frente a la burocracia desarrollista. ¿Acaso la CTC, la Cámara de Comercio y los trabajadores por cuenta propia poseen en Cuba tales capacidades y prerrogativas?

En cuanto a la libertad de prensa e información, desde Los Pinos se establecieron inequívocos mecanismos de censura -mediante el control del papel y el acoso a los medios críticos- pero no existió nada parecido al Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central. Y en el país se publicaban -y circulaban- libros críticos de las prácticas del régimen y hasta de su sacrosanta institución presidencial. La simple y llana diferencia del trato dispensado a los autores -críticos pero no radicales- de un ensayo político como “El estilo personal de gobernar” y un poemario como “Fuera de Juego” por parte de Luis Echeverría y Fidel Castro revela, en ambos contextos, tipos de relacionamientos- y márgenes de autonomía- diferentes entre los intelectuales de México y Cuba y sus respectivos regímenes postrevolucionarios.

En México, las principales universidades del país gozaron de una autonomía –fundada desde etapas tempranas del régimen postrevolucionario- , cuyos asedios por parte del poder central fueron siempre correspondidos por una solidaridad de sectores sociales, de prensa y de la propia clase política que les permitió sobrevivir. Las mentes más brillantes (y críticas) desde el catolicismo -Gómez Morín-, el liberalismo -Cosío Villegas- y las diversas visiones del marxismo -Lombardo Toledano y Adolfo Gilly- dispusieron, no sin sobresaltos, de la libertad de cátedra para impulsar los debates y luchas políticas del momento. ¿Tiene eso algo que ver con la idea de “Universidad para los Revolucionarios” que han aplicado, hasta el presente, los funcionarios cubanos formados en la ortodoxia estalinista?

Ello no significa que de la experiencia vecina no puedan extraerse importantes experiencias para el caso cubano. Nos alerta sobre la necesidad de no acotar la democratización a la simple alternancia electoral, de no desmontar el reclamo y organización civiles, de no descuidar la justicia social por el logro de derechos civiles y políticos. También nos permite apostar -como he hecho anteriormente- a que gobiernos de izquierda abracen la agenda de los Derechos Humanos, cómo han hecho funcionarios, legislaciones y organismos afines en las administraciones perredistas en el Distrito Federal mexicano.

Con los déficits de la inconclusa democratización mexicana hemos sido severos en análisis anteriores; empero si tales cosas pudieron suceder en el último cuarto del siglo XX, se debe a la naturaleza autoritaria -y no totalitaria o postotalitaria– del modelo priista. Por ello, sostener que el cambio en Cuba deberá operarse como si sus actores más débiles -la oposición- vivieran en el México de Miguel Alemán o Salinas de Gortari es, cuando menos, académicamente impreciso y políticamente irresponsable. Si de algo sirve mirar el caso mexicano es no para indicar a los opositores que hagan lo que su actual contexto no les permite, sino para sugerir a los dirigentes cubanos que muestren la vocación reformista de sus pares aztecas. Aunque solo sirva para ahorrar, a la ciudadanía y a sus propios herederos, dolores innecesarios dentro de una transición inevitable.
—–

[i] Ciertamente, dicha legislación resultó insuficiente para construir las instituciones democráticas que el país demandaba. Pero hay que considerar que ello era entonces la regla en prácticamente todos los países en vías de desarrollo, particularmente en nuestra región. Cosa claramente opuesta a la anomalía institucional cubana en la Latinoamérica actual.

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