Cuba: los candados de la lealtad

Armando Chaguaceda

Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — El reciente dossier de Espacio Laical sobre el manido tema de la “oposición leal” trae de nuevo a colación un intercambio que los autores y un servidor sostuvimos el pasado año en Miami. En aquella ocasión, debatí algunos de los puntos de vista de Lenier y Veiga y, en sus antípodas ideológicas, del filosofo Alexis Jardines.

En un texto escrito poco después, llamé la atención sobre lo que me parecían aproximaciones sesgadas sobre un tema neurálgico: el del contexto, los actores, escenarios y estrategias de un cambio democratizador en la isla. Mismos que enmarcan el asunto de la oposición leal.

En aquellas intervenciones señalé que, dentro de los cambios en curso en la Cuba actual, confluían las expectativas de una sociedad crecientemente mutable, socialmente heterogénea y culturalmente diversa -como resultado de los cambios iniciados en los años 90—; de un Estado que implementa una serie de reformas de gestión y administración y de un régimen político cuyas leyes y mecanismos siguen siendo los del modelo soviético, lo que les hace disfuncionales para lidiar con la creciente complejidad social y nacional.

Se trata, en resumen, de una sociedad que cambia de prisa, un estado que se reajusta y un régimen político prácticamente inmutable. Un régimen postotalitario –según la clasificación, a mi juicio insuperada, de Juan Linz- y no otro prototípicamente totalitario –como la infame dictadura norcoreana-; pero tampoco uno meramente autoritario.

Siendo este último –el modelo autoritario- el que posibilitaría que la idea de “oposición leal” abandonase el terreno de la retórica y los buenos deseos para concretarse en una realidad legal e institucional, capaz de disputar, lentamente y desde la asimetría, las preferencias ciudadanas.

Ya que quienes propugnan la idea de lealtad aluden con frecuencia al caso mexicano, vale la pena recordar que, incluso en la época de apogeo autoritario del régimen posrevolucionario, el opositor Partido Acción Nacional podía aspirar, al decir de un reconocido escritor, a “cuatro o cinco curules en el palacio legislativo cada tres años y una o dos presidencias municipales cada sexenio”. [i]

La maquinaria priista que controlaba el parlamento frecuentemente incorporaba –regateándole la autoría- propuestas del PAN en materia de política económica y reforma administrativa.[ii] Y si bien los dirigentes y candidatos panistas eran amenazados, reprimidos y despojados en las elecciones, estos laboraban en las universidades, poseían negocios o, incluso, desempeñaban funciones públicas, como fue el caso del “padre fundador” Manuel Gómez Morín, quien dirigió el Banco de México y la UNAM.

En la otra acera, quienes definían las reglas del juego (el PRI) operaba combinando una férrea unidad estratégica y un indiscutible rol de liderazgo del presidente y sus gobernadores con aceitados mecanismos formales e informales de renovación de elites y procesamiento de los disensos, ambos ausentes en el PCC cubano. [iii]

En la periferia priista, un grupo de pequeños partidos satélites –dizque de izquierdas- acompañaban, legitimando, al partido hegemónico; dando cuerpo al modelo de “ogro filantrópico” y “dictadura perfecta” que estudiosos y escritores se encargaron de describir a lo largo de sus siete décadas de protagonismo priista.

Por su parte, la sociedad mexicana operaba como un crisol de organizaciones populares, sindicales, profesionales, de empresarios que, aun y cuando en su inmensa mayoría participaban del orden corporativo dirigido desde Los Pinos, también podrían negociar demandas frente al partido/estado.

Foto: Juan Suárez

En los márgenes del “sistema” permanentemente aparecían figuras, grupos intelectuales, medios de prensa y organizaciones disidentes inscritas, a medio camino, entre la confrontación, la tolerancia y la capacidad de incidencia pública.

Cuento esto no para presentar al PRI como una virgen vestal –ahí están Tlatelolco y Atenco para recordarnos lo contrario- sino exponer las evidentes diferencias que existen entre los regímenes postrevolucionarios de México y Cuba.

¿Acaso hemos visto, en este medio siglo, a un rector de la Universidad de la Habana defender la autonomía universitaria, pedir la libertad de los presos políticos y marchar con sus estudiantes en una manifestación no autorizada por el gobierno en condena de la represión?

Pues así fue en México en 1968, con Don Barros Sierra, rector de la UNAM; quien, sin embargo, terminó su periodo de gobierno sin ser removido por las autoridades. Podría seguir un largo listado pero creo no es necesario.

Pasando de lleno a nuestras peculiares circunstancias, no hay que ser un sabio para comprender que el orden legal vigente en Cuba –desde su Constitución al Código Penal- establece una serie de candados legales para cualquier forma de oposición legal.

Adicionalmente, la injerencia del Partido (único) y los órganos policiacos impide que algún individuo o grupo opositor haga uso de los derechos ciudadanos para participar en el sistema de Poder Popular, ni siquiera en el nivel de base.

En el terreno asociativo, el registro correspondiente  -congelado desde hace años en el Ministerio de Justicia-  y la legislación que le acompaña son auténticos desincentivos para la organización autónoma de la ciudadanía.

Si a eso sumamos que la “dirección de la Revolución” define periódica y caprichosamente qué actores (y propuestas) entran en el terreno de lo “políticamente aceptable” incluso dentro del campo popular y revolucionario -como evidencian las experiencias de la delegada tunera Sirley Ávila y los académicos del viejo Centro de Estudios sobre América- creo que se dejan opciones bastante estrechas para combinar disenso y lealtad.

Volviendo al dossier de Espacio Laical, creo que esta entrega retrocede (e incurre en flagrantes contradicciones) respecto a postulados defendidos anteriormente por ambos ensayistas. En pasados trabajos e intervenciones tanto Veiga y González han señalado, con toda justeza, la deseabilidad de un espacio para corrientes libertarias, liberales y democratacristianas dentro del futuro político del país. Posturas todas que, rigurosamente hablando, no encajan en el concepto de nacionalismo revolucionario, a menos que estiremos demasiado dicha noción, sacrificando su rigor analítico.

Es algo de lo que, por cierto,  ha adolecido buena parte de la producción intelectual realizada en la isla sobre estos temas, confiada en exceso en aproximaciones parroquiales, descontextualizadas y atemporales para los serios asuntos de la política nacional. Si no, revisar nociones como “democracia patriarcal”, “diversidad dentro de la unidad” -dentro de un partido leninista que no tolera a su interior disensos estables y organizados- o “los derechos humanos que defendemos”, las cuales intoxican la producción académica del país.

Es sencillo: no puede haber oposición leal donde no hay un gobierno leal para con las reglas de un Estado de Derecho, bajo un orden que reconozca y ampare tanto a la ciudadanía que le adversa como la que le apoya. Si se continúa insistiendo en eso dentro del entorno postotalitario insular ello será, cuando menos, una evitable falta de rigor académico.

Pero también puede ser interpretado como una imposición de las preferencias de los autores- que son, en ciertos temas como la innovación participativa y la justicia social, también las mías-; dentro de una cosmovisión sumamente normativa que niega la posibilidad del pluralismo político.

De todos modos, hay que agradecer a Espacio Laical esta invitación al debate; esperando que quienes participen lo sostengamos con altura y concreción, sin agredir al otro ni invocar espantajos o piruetas discursivas.

En los tiempos que corren, la lealtad se define no en relación a una ideología política o mito fundante, sino a un orden democrático que sea respetado por gobernantes y gobernados, capaz de consagrar, en igualdad de prioridad, la soberanía popular y la nacional. Dentro de este –compatible con el Derecho Internacional y los Derechos Humanos- tiene cabida una oposición pacífica -no terrorista-, ideológicamente plural, articulada con bases y solidaridades ciudadanas -inequívocamente trasnacionalizadas-,  independiente de la injerencia foránea, gubernamental y empresarial. Si se cumplen esas premisas, la expedición de cualquier “certificado de lealtad” queda sobrando.



[i] Enrique Krauze La presidencia imperial, Tusquets, México DF, 1997, pág. 169.

[ii] Para ver la incorporación del PAN al proceso legislativo y su participación en elecciones de gobernador ver “La democracia indispensable. Ensayos sobre la historia del Partido Acción Nacional”, obra de Alonso Lujambio publicada por la editorial Equilibrista, México DF, 2009.

[iii] Para un estudio reciente sobre tales dinámicas en el entorno regional ver Juan Carlos Villarreal, La formación y características de la elite priista contemporánea: el caso del Estado de México (1996-2012), Toluca, 2013.

 

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