Ante la visita del Papa a Cuba: Las iglesias y yo

Armando Chaguaceda

La entrada del nuevo seminario católico. Foto: Isbel Diaz Torres

HAVANA TIMES, 10 ene — Roque Dalton, en Un libro levemente odioso, nos presenta a tres comunistas que hablan de sus experiencias con el partido y la iglesia.

El primero insiste en la ferocidad de la ortodoxia partidista: “A mí me expulsaron del Partido Comunista mucho antes de que me excomulgaran en la Iglesia Católica.”

El segundo añade: “Eso es nada: a mí me excomulgaron en la Iglesia Católica después que me expulsaron del Partido Comunista.”

El tercero concluye:A mí me expulsaron del Partido Comunista porque me excomulgaron en la Iglesia Católica.”

Sea o no auténtica, la deliciosa viñeta expone a la luz los dilemas que pueden estar atravesando, ahora mismo, el corazón y la mente de más de un compatriota.

Son de sobra conocidas las semejanzas entre partido e iglesia que refiere en su texto el inmortal escritor salvadoreño: ambas son entidades jerárquicas, verticalistas y autoritarias, que limitan y marginan a sus disidentes; suelen presentar una cara pública virtuosa mientras desarrollan prácticas que no lo son tanto.

En las dos aparecen, de época en época, espacios y grupos (sean padres jesuitas o marxistas críticos) que llevan el análisis y la acción social más allá de donde se marca la “línea de peligro”, lo que provoca la vigilancia o reprimenda del “Cuartel General”.

Y  ambos abrigan en su seno personas honestas y decentes, que nos regalan cada día su integridad y afecto personales, dándole sentido y legitimidad al cascarón que los cobija.

Algún buen católico podría objetar- como respuesta a mis críticas- que “la iglesia somos todos y no sólo sus malos ejemplos” lo cual es parcialmente cierto.

Sin embargo, en un orden tan rígido y meticulosamente estructurado las decisiones y responsabilidades suelen descansar en la cúpula que instaura dogmas y aplica la disciplina.

Por lo cual, sería coherente que líderes y burocracias asumiesen las responsabilidades por aquellos fenómenos y comportamientos que, estructuralmente, atraviesan corrompiendo y afectando a su comunidad organizada.

Alguien que (por trece años) ejerció la militancia en organizaciones comunistas, sin poner por ello en duda su creencia en el marxismo como cosmovisión y en el socialismo como proyecto de sociedad, se siente con todo el derecho a expresar esta opinión sin ofender a sus amigos creyentes.

Recuerdo que precisamente de teólogos de la liberación como Giulio Girardi aprendí la noción de “compromiso crítico” que he aplicado a mis reflexiones y actos, dentro y fuera de las organizaciones donde participo.

Y pude conocer, en tres años de acompañamiento a organizaciones progresistas cristianas de la isla, las luces y sombras que acompañan su actuar.

Cuando vino Juan Pablo II a Cuba

En debate con mis nobles amigos les he expuesto las razones por las cuales no acudí en 1998, siendo dirigente estudiantil, a la bienvenida a Juan Pablo II.

Entonces desobedecí las indicaciones oficiales de recibir “con cariño y respeto” al Sumo Pontífice, dejando a cada uno de mis compañeros de aula la decisión de ir, previa explicación del historial del párroco polaco.

Ahora que Benedicto XVI hará sendos viajes a México y Cuba, en marzo próximo, lamento haberlos contrariado con mi falta de entusiasmo respecto a la tan anunciada visita.

Wojtyla y Ratzinger significaron un giro a la derecha en una Iglesia que había avanzado mucho en lo social y político desde Juan XXIII y su encíclica Pacem in Terris (1963) y desde la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968).

Ambos fueron activos protagonistas del acoso a la Teología de la Liberación, de la cual he estado cerca por el estudio de sus ideas y por mi amistad con varios de sus seguidores en Cuba y Latinoamérica.

Este asedio fue sistemático y coordinado desde el Vaticano, justo cuando las dictaduras latinoamericanas masacraban a los practicantes del cristianismo popular y las Comunidades Eclesiales de Base.

Sin embargo, como sabemos, la realidad no es de un solo color.

El ejemplo de Samuel Ruiz, en su diócesis de Chiapas, defendiendo a los indígenas y denunciando las causas que llevaron al alzamiento zapatista de 1994; la obra y legado de Ernesto Cardenal, impulsor de la cultura popular nicaragüense y luchador contra los autoritarismos de Somoza y Ortega; o el martirologio de sacerdotes, monjas y laicos salvadoreños y chilenos victimas de los sicarios de Roberto d’Aubuisson y Pinochet son parte del acervo de sacrificio y bondad que el catolicismo atesora, en bien propio y de la humanidad.

La labor de la Iglesia católica suele tener varios rostros, los que también se revelan en la actual coyuntura cubana.

Estratégicamente –y sabemos que en eso tiene una experiencia y paciencia milenarias- va en procura de incrementar su influencia en la sociedad, con una lógica de realpolitik que sustenta cada uno de sus actos y declaraciones.

Paradójicamente – o no tanto pues uno siempre prefiere como interlocutor a alguien semejante – el gobierno cubano le está otorgando o avalando el espacio (acceso a los medios, inauguración de edificaciones y foros, protagonismo político) que no poseen otras espiritualidades y cultos, sean afrocubanos, ortodoxos, hebreos, musulmanes  o protestantes.

En el caso de estos últimos, lo irónico es que he conocido quejas  de varios líderes que resienten haber sido relegados, a pesar de haber mantenido una agenda demasiado acrítica y plegada a las del gobierno.

Es en la dimensión de su actuar cotidiano, donde pesan las personas y decisiones concretas, en la cual encuentro las mayores (y agradecibles) coincidencias entre la acción católica y las esperanzas de millones de cubanos.

Llamados a la reconciliación y los cambios como la Carta Pastoral El amor todo lo espera (1993) o esfuerzos como el de mediar –y lograr- la excarcelación (2011) de decenas de presos políticos son dignos de reconocer y acompañar, más allá de las posturas ideológicas que cada quien profese.

Tanto en los hogares para ancianos atendidos con amorosa devoción por monjas – verdadero ejemplo para sus contrapartes estatales- como en los espacios y revistas de formación y debate auspiciadas por laicos católicos, existe un tejido social que se vincula con las más nobles virtudes y potencialidades del pueblo cubano y comulga con ideales de soberanía, justicia y libertad que han sostenido la nación cubana por siglos y medio de agitada existencia. Para con ese catolicismo muchos nos sentimos cercanos y en gratitud.

Un referente de “orden y virtud”

Sin embargo me inquieta pensar que, frente la paulatina expansión de la ola conservadora que vive la sociedad cubana, la Iglesia esté convirtiendo su proyecto en referente de “orden y virtud”.

Hace unos meses, amigos en la Habana me comentaban de la oportunidad que ofrecían los espacios y actividades de la juventud religiosa (católica o protestante) para sacar a sus hijos del foco de violencia, marginalidad y consumismo en que se habían convertido sus barrios.

Quienes así hablaban- blancos, profesionales y clase media- no dejaban de tener razón en su angustia, aunque enseguida uno pensaba en como status, raza, clase y credo pueden configurarse para restructurar las relaciones sociales en un contexto de crisis.

Otra colega periodista me testimonió las dificultades subrepticias puestas a la realización de su aborto por autoridades hospitalarias, cumpliendo – le decían en privado – instrucciones de aumentar la natalidad en el envejecido país. Y aunque al final logró interrumpir su indeseado embarazo  me comentó que nunca había creído que cosas así estuvieran pasando.

Cuando conecto semejante experiencia con cierta prédica antiabortista cristiana y recuerdo que en sociedades donde la mujer había logrado avances- Nicaragua o Polonia- estos han visto en retroceso por la incidencia religiosa en la vida pública, la cosa es para alarmarse.

La Iglesia es, como el partido, una institución de hombres – aunque no necesariamente humana – con objetivos pragmáticos, donde la retórica y los actos no siempre van de la mano. Su historia está llena de capítulos oscuros y también de aportes a las luchas libertarias de nuestros pueblos.

En los primeros ha primado, en buena medida, la inercia de la institución, mientras que en lo segundo ha sido decisivo el compromiso social de sus fieles.

En Cuba es deseable que este aporte continúe – por legítimo derecho y en comunión con el resto de la ciudadanía – en la construcción de un país mejor, que no puede regirse por botas y sotanas, sino mediante el concurso, laico y democrático, de todos sus hijos.

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