Crónica en tiempo fílmico (1)

Ariel Glaria Enriquez

HAVANA TIMES – Andando por el Vedado en estos días de fresca temperatura en La Habana y vencidos ciertos obstáculos de la memoria, decidí tomar helado en Coppelia.

Mi primera sorpresa, al llegar, fue no encontrar las tediosas colas en la acera de la avenida 23 o la calle L. La siguiente, leer en la tablilla una apreciable variedad de sabores: fresa, guayaba, vainilla y plátano.

Escéptico, recorrí la amplia entrada pavimentada en granito y delimitada en ambos lados por la agradable vegetación de sus jardines, hasta la primera sección de mesas al aire libre, donde un pequeño grupo de personas esperaba. En la tabla de allí estaban fijados los mismos sabores de la anterior. Eran las 2 con 30, de una limpia tarde de noviembre.

No pasaron cinco minutos de mi llegada cuando el guardia de seguridad de aquella sección nos ordenó a todos que hiciéramos la cola en la calle, es decir, en la acera de 23.

Todos retrocedimos. No obstante, (porque la obediencia impone sus propios y, a veces, sutiles límites en los que ambas partes logran paridad) nos quedamos a mitad de camino.

Ubicados allí comenzaron las opiniones y yo empecé a imaginar todo aquello como la escena en tiempo real de un film, donde una cámara ansiosa por la premura de captarlo todo va mostrando, uno por uno, los rostros expectantes de los que solo deseábamos tomar helado e irnos.

Después de mostrar cada uno de los rostros la cámara enfoca al primero que habla. Es un hombre de unos cincuenta años. Lleva mochila y gorra.

“Por lo menos hay buenos sabores y no hay mucha gente” -dice, y agrega algo más obvio aun, que logra captar la atención del resto- “Ya el Coppelia no es el mismo”.

“El Coppelia nada más” – responde una mujer que carga un niño.

Yo, que ya estoy metido en mi película, agrego algo tan obvio como los demás:

“En lo que más ha cambiado, después del helado, por supuesto, es que ya no se puede pasear por dentro, ni siquiera, como se hizo siempre, para cortar camino”.

“El helado bueno es el que venden allí” – Me dice la mujer que va detrás de mí señalando un mostrador que vende en divisas.

“Pensar que la fórmula del helado Coppelia se la cambiaron a un preso político por su libertad” – dijo el señor de los cincuenta años.

“Entonces ahora el tipo está libre y nosotros ya no tenemos helado Coppelia” – dijo riendo la mujer con el niño de brazos.

La cámara muestra simultáneamente el rostro de la mujer y del niño y vuelve al del hombre de cincuenta años que no puede quedarse callado.

“Que va, ese hombre ya no debe existir” – dice.

La mujer marcada detrás de mí me comenta casi en susurro.

“Aquí existe bastante talento y muchos ingenieros químicos para inventar un helado mejor que ese” – agrega.

La cámara la toma cuando ya ha terminado de hablar y pasa para mí, que digo:

“Entonces ¿por qué no lo hacen?”

Pero ella no escucha o se hace la que no escuchó.

En ese momento, con un gesto del brazo que me recuerda el lanzamiento de una granada desde una trinchera en un film bélico, el custodio avisa que podemos entrar y sentarnos.

Todos, como si en efecto escucháramos la detonación de una granada, salimos apurados. En la confusión la cámara se desorienta. En pantalla aparece un trozo de cielo, el piso de granito y algunas matas.

Comparto la mesa con el hombre de cincuenta años y una pareja con una hermosa niña. La cámara se mueve alrededor de nuestra mesa priorizando la expectación en el rostro de la niña.

Una dependiente se acerca. La cámara realiza una toma lenta que comienza en sus pies y se detiene en sus manos, entre las que sujeta una pequeña libreta de notas y un mocho de lápiz.

“Solo tengo helado de plátano” – anuncia sin rodeos y sin mirarnos.

La pareja le reclama que afuera dice fresa, guayaba y vainilla y eso es lo que quieren.

“Solo me queda helado de plátano”- repite la camarera.

“¿Hay posibilidad que vuelvan a surtir?” – pregunto metido en mi película.

“Más tarde” – responde

¿Más tarde cuando?” – insisto.

Ella hace una mueca y alza los hombros tan alto como puede, lo que en buen cubano equivale a decir “y yo que sé”. La cámara realiza un dramático zoom de mi cara. Miro la hora en mi reloj, luego al piso y comienzo a hacer signos negativos con la cabeza.

El hombre de los cincuenta años con gorra y mochila señala con el dedo otra área. Entiendo lo que quiere decir y me levanto. Él me sigue. Después de debatir algo entre ellos la pareja decide quedarse sentada.

Por prevención me acerco al que pienso es el responsable del área. Está sentado, indiferente, al lado de la tablilla mágica de los sabores.

“Mira – le explico- el señor y yo vamos a otra área si hay lo mismo que en esta regresamos”.

La cámara realiza un acercamiento difuso del hombre que me responde con una sacudida de la mano en el aire. Lo que también resulta una cubanísima manera de decir “has lo que te dé la gana”.

El hombre de los cincuenta años con mochila y gorra y yo, nos paramos detrás de un pequeño grupo que esperan ver desocupadas las banquetas de la cancha, en la parte techada de lo que solo físicamente es hoy el Coppelia.

 

Continuará…

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