Cómo logré dejar de fumar

Ariel Glaria Enríquez

Una estación de policia de La Habana.

HAVANA TIMES – Lo siguiente sucedió cuando ya había agotado todos los recursos para dejar de fumar y me puse preso yo mismo. Tenía calculado que, si pasaba tres días sin llevarme un cigarro a la boca, no fumaría más.

Un vecino policía – en Cuba siempre hay un vecino para todo, y policías suelen ser los más frecuentes-, me resolvió pasar un fin de semana en un calabozo de la unidad donde prestaba servicio. Por indicación suya llevé conmigo cepillo de dientes, una toalla y una sábana. Me sugirió, también, que cargara con almohada, pero a última hora la olvide. Entré un jueves por la tarde.

Había llevado un libro que atrapé en el último momento, y que por la insuficiente luz del calabozo –apenas una mancha amarilla a más de tres metros sobre mi cabeza- terminé dándole un uso más necesario que sofisticado.

En el instante que mi vista se adaptó a la penumbra de aquella luz cautiva, adquirí total conciencia que estaba, por mi propia voluntad, en una húmeda y oscura celda. Eso me produjo el sentimiento repentino de que nadie es inocente.

Una vez solo, como siempre he visto en las películas, lo primero que hice fue conocer las proporciones de mi calabozo, porque también, como en el cine, ya me parecía mío.

El piso era de cemento pulido, totalmente plano y sin marcas divisorias. Primero lo medí con pasos, lo cual me dio la dudosa proporción de un cuadrado perfecto. Tenía tres pasos de ancho por casi cuatro de extensión. Luego lo medí según el tamaño de mis pies, pero ese resultado lo olvidé.

Sí recuerdo que durante la operación de medir descubrí, en un ángulo de la celda, la letrina. Estaba limpia, pero me despertó ciertas dudas acerca de la generosidad de mi vecino policía. Pensé que en realidad le caía mal y que aprovechó la ocasión para vengarse, seleccionando para mí el lugar más inhóspito de la unidad.

Esa idea, justificada solo por mi carácter, me dio motivos para mirar hacia afuera. Lo hice a través del único espacio posible, una típica ventana de calabozo perforada en la estructura de hierro de la puerta, cuadrada y con gruesos barrotes por los que apenas cabía mi cabeza.

Asomado entre los barrotes, como en una imagen cinematográfica, volví a ver, bajo la penumbra y el silencio de su función esencial, la escalera y un tramo del angosto pasillo por donde había llegado aquella tarde.

Resignado, resbalé por la pared hasta el duro piso de cemento pulido, y envuelto en la sábana, pasé mi primera noche sin fumar.   

Continuará…

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