Barras y estrellas (detrás, el Malecón habanero)

La tierra negra se vuelve verde -Carlos Santana

Por Alfredo Prieto

El secretario de Estado John Kerry visitó a su homólogo Bruno Rodríguez y la cancilleria cubana el viernes 14 de agosto. Foto: cubadebate.cu

HAVANA TIMES — Y la bandera de las barras y las estrellas se izó finalmente frente al Malecón habanero, con el mar detrás como un gran plato azul y el sol del Trópico quemando el edificio de cristales de Calzada y L. Antes, la cubana lo había hecho en Washington DC, en una mansión muy cerca de la Casa Blanca e inaugurada por el apellido Céspedes.

Varias generaciones de cubanos, de su diáspora y de norteamericanos, pudieron comprobar el 14 de agosto que la política es, entre otras cosas, el arte de convertir lo imposible en posible. Tras dieciocho meses de negociaciones secretas con el Vaticano y los canadienses como telón de fondo, así como de varias reuniones bilaterales en la capital federal y La Habana, el ovillo de la Guerra Fría ha empezado, al fin, a desenredarse. Se trata, sin la menor duda, de un acontecimiento histórico, válido para abordar tanto las coincidencias como las lecturas y perspectivas en colisión, una especie de Rashomon político a ambos lados del Estrecho.

Para empezar, la parte cubana asume el proceso de normalización como un enunciado de reconocimiento y legitimidad ante el otro. Contra todo pronóstico, incluido el de un famoso Pulitzer y el de entusiastas partidarios de la teoría del dominó, resistió y sobrevivió la caída de los dioses. Y de entonces a la fecha ha venido ajustando sus políticas económicas mediante un proceso paulatino tal vez no suficientemente integral, pero que ha terminado configurando una realidad distinta y diferente.

En breve, ha implementado un conjunto de cambios incorporando elementos históricamente satanizados como el mercado y la iniciativa privada. Incluye dos componentes políticos nuevos: primero, una reforma migratoria que otorga a los cubanos el derecho de viajar libremente (al margen de cómo se comporte el otorgamiento de las visas por parte de los países receptores) y, segundo, el acceso a Internet vía WI FI en más de treinta puntos de la geografía nacional, de La Habana a localidades tan poco globalizadas como Sancti Spíritus, Bayamo, Las Tunas o la Isla de la Juventud.

En el escenario latinoamericano, el aislamiento cubano es cosa del pasado, con gobiernos de izquierda e incluso aliados norteamericanos que se plantaron frente al gigante de siete leguas para demandarle un cambio, palabra que, después de todo, fue una de las más utilizadas por la campaña de Obama para llegar al poder en aquellas elecciones.

La norteamericana lo percibe como una manera de introducir valores y concepciones diz que universales, en el entendido de la naturaleza no democrática del actual orden político, parte de una política de engagement de la que no esperan resultados inmediatos, pero sí a mediano/largo plazo ante un liderazgo histórico a punto de dejar de serlo por puros imperativos biológicos.

Entre ambos actores, el exilio histórico –o lo que va quedando de él–, clones como Marco Rubio y sectores de la llamada disidencia interna coinciden a su manera con el gobierno cubano en eso de la legitimidad, y por esa razón le clavan la picota a la administración Obama calificando su política hacia Cuba con epítetos que empiezan en “infamia” y terminan en “traición”, un término fijo en el imaginario que los de allá se llevaron consigo.

Evidentemente, una lectura que pasa por alto que para esa política lo definitivo es introducir el caballo de madera en la plaza para ir erosionando lo que hay mediante contactos, remesas para cuentapropistas y familiares, comercio, nuevas tecnologías y valores.

Para ellos, el gobierno cubano es, en fin de cuentas, el portador, el medio, el instrumento para alcanzar la orilla: las personas, las individualidades contenidas en una categoría abstracta llamada pueblo. Se trata de una política sustentada en la idea del soft power, ese que, según Joseph S. Nye, consiste en “la habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción antes que a través de la coerción o de las recompensas” apelando al “atractivo de la cultura de un país, de sus ideales políticos y de sus políticas”, es decir, a la supuesta superioridad civilizatoria del modelo político-cultural norteamericano en la era de la globalización. Sin embargo, la idea de que los Estados Unidos siempre serán “los campeones de la democracia”, lanzada al aire con ese mismo mar azul de fondo, se quiebra a todas luces, y no de manera sutil, ante las crudas realidades de hoy.

Los negociadores cubanos saben muy bien de qué se trata, pero han aceptado el cambio convencidos de que están ante otro desafío, y de que pueden salir adelante apelando a la independencia y soberanía, dos valores centrales de la cultura política acumulada. Una expresión de pragmatismo y valentía, como también la hay en la parte contraria.

En este sentido, el mensaje a los norteamericanos es alto y claro: las cuestiones internas no son negociables, lo cual parece suscribir John Kerry al afirmar en la Embajada que “el futuro de Cuba lo tienen que decidir los cubanos”, movida discursiva para andar en tesitura con los anfitriones, pero en el fondo sustentada en la idea de que ese futuro no pertenece en modo alguno a lo que hoy existe en la Isla.

Los negociadores cubanos cuentan con fortalezas, pero también debilidades. Por una parte, las manquedades de un sistema educacional escolástico, mecanicista, memorístico y pletórico de estereotipos en lo que a la enseñanza de la historia de esas relaciones se refiere, y, por otra, una despolitización verificable en sectores poblacionales claves (los jóvenes, en especial los nacidos durante los años 90, no son los únicos, aunque siempre se les coloque en el horizonte visual por los medios de difusión).

El sujeto crítico del que hoy se habla no es, no puede ser un resultado espontáneo o inmediatista, sino de un proceso ideocultural. Uno que, en buena ley, pudo muy bien haber comenzado a fines de los 90, durante la política people-to-people de la administración Clinton. Y hay una población preparada, en todo caso, para la confrontación, muchas veces con representaciones simplistas acerca del impacto de esa normalización sobre la economía nacional y sus propias vidas.

Por último, los negociadores cubanos lo aceptan a sabiendas de la existencia de un sector tradicionalista en la política, que ve en la noción del enemigo uno de los fundamentos de su propia legitimidad apelando a la lógica de la plaza sitiada. Portan, además, una cartuchera de reservas y desconfianzas, hijas naturales de una historia que no empieza en 1959, sino mucho más atrás, algo que ciertamente también se encuentra en los promotores de las relaciones.

De cualquier manera, sí: una nueva era.
Quedan por ver los términos del cambio.
En ambas partes.

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