Alfredo Fernández
Resulta que caminaba con una amiga que visitaba Santiago por primera vez, cuando se nos hizo curioso lo asiduo del grafiti en un espacio que históricamente ha sido proclamado y engalanado por el discurso oficial con vallas que expresan consignas nada religiosas como: “La cuna de la Revolución,” “La ciudad héroe,” o “Santiago: Rebelde ayer, hospitalario hoy, y heroico siempre.”
Para nadie es un secreto que La Revolución cubana se construyó sobre un fuerte ateísmo, convirtiéndose Santiago en uno de los bastiones del impío sentimiento. Es más, recuerdo que en mi propia casa, mi padre al obcecarse con el realismo socialista (aún hoy lo esta) tiró a la basura los instrumentos del fundamento espiritual de mi abuela (mulata espiritista Kardeciana) y para rematar su devoción por “sus estrictos dioses socialistas” se negó a bautizarme, tal cual había sido la tradición familiar.
Lo anterior por increíble que parezca es real, de ahí que hoy me impresione ver a la ciudad de Santiago de Cuba inundada de un grafiti que veinticinco años atrás hubiera sido imposible rotularse en pared alguna sin recibir un escarmiento por los transeúntes que luego trasladarían al grafitero a la estación de policía. Nada, que aunque no lo parezca hay cosas que cambian y a veces ni cuenta nos damos.
Este grafiti santiaguero me hace meditar sobre esa parte de la sabiduría que se ocupa de la paciencia, muy necesaria en las cosas que se escapan a nuestras manos. La paciencia como reza el refrán es amarga pero de fruto dulce, termina siempre poniendo las cosas en su lugar, demostrándole incluso a ateos como mi padre, que: Dios es amor.
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