Los trabajos raros

Por Alfredo Fernández

Parte del puerto de Santiago de Cuba, la segunda ciudad del país, con poca actividad en su rada. Photo: Jorge Luis Baños/IPS

HAVANA TIMES – En las primeras horas del 18 de febrero de 1996, en Santiago de Cuba, descubrí que poseía una particular atracción hacia los trabajos raros. El cadáver de mi abuela, recién fallecida, acababa de entrar a la funeraria, y allí descubrí el primero de esos trabajos raros, maquillista de cadáveres.

Recuerdo que el encargado de dicha profesión en aquel lugar era un hombre flaco, magro, alto y canoso; mi padre le regaló veinte pesos y mejoró mucho lo que sería la última imagen de mi abuela, quien tenía al morir 84 años y fallecía luego de 17 días de convalecencia por una hemiplejía cerebral. El señor hizo su trabajo con entereza y profesionalidad, lo recuerdo deslizar, con delicada lentitud, la mota con polvo para maquillar por el rostro inerte de mi abuela.

Si de algo estoy seguro es que nadie cuando entra a un curso de maquillaje piensa que su destino final será el de embellecer rostros de personas muertas, solo se llega a esa profesión por desvíos y caídas de una suerte peculiar, la cual no quisiera denominar adversa, pero sí peculiar.

Recuerdo que, en La Habana de principios de siglo, en pleno concierto en el teatro Amadeo Roldán, salió de una de las patas del escenario una muchacha con un bastón y unos lentes oscuros que, guiada por un trabajador del recinto, llegó hasta el piano ubicado en un costado del proscenio y lo afinó, tal cual exigía la pieza que a continuación la orquesta interpretaría.

Estoy seguro que esa muchacha, ciega y todavía joven, nunca se vio como una afinadora de pianos, al menos así lo creo. Tal vez se imaginó una gran pianista o, cuando menos, una prestigiosa profesora del instrumento, pero no, ahí estaba ella, ante un teatro repleto y una orquesta impaciente, que esperaba a que terminara de afinar un piano que ella jamás interpretaría, al menos ante un gran público.

Cierta vez, también en la capital cubana, conocí a un mexicano que su profesión en el DF era la de “decorador de pasteles”; me contó que le iba bien, que en su negocio tenía varios empleados, ellos hacían los dulces, y él, a manera de colofón, los engalanaba; tenía muchos clientes, tantos como para permitirse viajar cada cierto tiempo a la Isla a buscar mujeres.

Luego me contó que él de niño se soñaba arquitecto, que esa era su única frustración, que se imaginaba diseñando rascacielos y edificios contemporáneos, pero que la vida ahí lo puso, no se quejaba, pues de cierta manera lo que hacía -decorar pasteles-  era un remedo del arquitecto que no fue.

Yo, al escribir, es cuando más cercano me siento a un trabajo raro, sí, para mí ser escritor definitivamente es un empleo atípico, uno también puede ser un maquillista, o afinador, o decorador… de palabras, todas esas cosas incluidas a la vez.

El escritor, salvo raras excepciones, suele correr una suerte muy similar a la de los oficios antes citados, con una obra por lo general escrita para la sombra o para pasar inadvertida, que es lo mismo. Raro el escritor que hoy en día alcance los mil lectores con una novela, más inaudito aún el que gane dinero con sus palabras.

Lo vertiginoso de la vida, la excesiva sobreinformación audiovisual y la sublimación por lo instantáneo han hecho de los lectores un ave raris, muchos editores advierten que hay más escritores que lectores.

No importa, como aquel maquillista que hizo de mi abuela una mujer visible en su última imagen, o la afinadora ciega que dejó el piano listo para una orquesta de la cual nunca sería la protagonista, o el anónimo decorador de pasteles del DF, el hecho de combinar palabras con algún sentido alrededor de una historia siempre aportará placer, al menos, a quien lo trama. Lo otro, la suerte, queda en manos del Dios que distribuye los destinos.

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