Una crónica sobre el odio del poder cubano a la cultura
Escritores y artistas bajo el comunismo
Lector e imitador de Lenin, Fidel Castro implantó en Cuba un régimen de censura y subordinación de los intelectuales al Estado
Por Xavier Carbonell (14ymedio)
HAVANA TIMES – «¡Abajo los literatos apolíticos! ¡Abajo los superhombres de la literatura!». «Su pecado original: no son auténticamente revolucionarios». «Fuera de la Revolución, ningún derecho». La ley del eterno retorno preside la tensión entre los intelectuales y el comunismo. Guevara repite a Castro, y este a Stalin o Mao. Sobre espionaje, fusilamientos, delaciones y complicidad con el «fascismo de bandera roja» se pueden llenar cientos de páginas. Lo demuestra el formidable Escritores y artistas bajo el comunismo (Arzalia), del periodista español Manuel Florentín.
El vórtice tiene su origen en Lenin, explica en su prólogo al volumen el historiador Antonio Elorza. En 1905, mucho antes de que sus tropas asaltaran el Palacio de Invierno, el caudillo bolchevique definió qué haría con los escritores y artistas, de materializarse la revolución. En uno de sus libelos, Lenin afirma sin tapujos que la problemática intelligentsia rusa debía comportarse como otra «ruedecita y tornillo» de la gran relojería social. Para los inadaptados, exilio o plomo.
Desde entonces, los regímenes comunistas de cualquier continente han seguido el consejo de Moscú. El intelectual debe ser un «ingeniero del alma», un servidor del Estado –que lo mimará con prebendas y reconocimientos–, o no ser.
Lector e imitador de Lenin, Fidel Castro esquivó el problema de los intelectuales hasta 1961. Para ese momento, los escritores afines al «líder máximo» ya habían preparado el terreno. De la consabida «culpabilidad» por no haber luchado en Sierra Maestra –que Guevara supo aprovechar bien– estaban impregnados numerosos poemas y consignas: «Nosotros, los sobrevivientes, / ¿a quiénes debemos la sobrevida», escribió temprano, en 1959, el comisario cultural Roberto Fernández Retamar.
A la «gran ilusión» de los intelectuales siguió el «gran desencanto», afirma Florentín en el capítulo de su libro dedicado a Cuba. Fracasadas o corrompidas las revoluciones europeas, la cubana fue la esperanza de Hans Magnus Enzensberger o Saramago, de Feltrinelli, Sontag o Graham Greene. Otros, como Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, no tardaron en viajar a La Habana, invitados por Casa de las Américas.
La decepción se veía venir. En lo político y militar, las cabezas disidentes habían caído desde el propio 1959, con Huber Matos y otros altos cargos. El ajedrez de Castro era agresivo e incesante, y cuando le tocó el turno a los escritores, ya tenía el poder suficiente como para hablar con claridad.
Hijo de comunistas –y «vacunado», aclaraba, contra los resfriados de Moscú–, Guillermo Cabrera Infante estaba sentando en la misma mesa que Castro durante sus famosas Palabras a los intelectuales. Con vista privilegiada al revólver del caudillo, no tardó en comprender lo que durante varias décadas los intelectuales lobotomizados trataron de disimular: la cultura era –sigue siendo– esclava de la ideología.
Con un cargo menor en el confín diplomático cubano –Bruselas–, la ruptura de Cabrera Infante con el régimen fue la más sonora y militante hasta la llegada de Reinaldo Arenas. Para el primero, Cuba estaba «lejos de Dios y cerca de Mefistofidel»; para el segundo, a quien le tocó una época y una vida más ásperas, el suyo era un país de «canallas, delincuentes, demagogos y cobardes».
Florentín dedica una sección al cierre, en 1965, de Ediciones El Puente. Amigos del poeta estadounidense Allen Ginsberg –que fue expulsado de Cuba por denunciar la persecución a los homosexuales–, la joven vanguardia poética fue enviada a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (Umap) y, con el tiempo, marcharon al destierro. Los envoltorios de cigarros en los que Ernesto Díaz Rodríguez escribía sus poemas desde la cárcel son el símbolo de una generación.
Pero nada ilustra mejor la tensión entre Castro y la intelectualidad cubana que el caso Padilla, en 1971, que ha vuelto a ser objeto de debate tras el documental homónimo de Pavel Giroud, con grabaciones inéditas de aquella jornada. Todo lo que la purga ideológica tuvo de ritual se hace evidente en esas imágenes.
En el castigo a Heberto Padilla estuvo el disparo inicial de una cacería de «incómodos». Paradiso, de Lezama, fue retirado de las librerías; Virgilio Piñera y Antón Arrufat vieron cercenadas sus carreras como dramaturgos; cientos de manuscritos fueron descartados por impublicables; y Norberto Fuentes –caído en desgracia y rehabilitado varias veces– tuvo que recurrir a amigos poderosos como García Márquez para ganarse una vez más el favor de Castro, perdido cuando publicó Condenados de Condado.
La supervivencia del régimen cubano es una anomalía. También lo es su aparato cultural, compuesto por burócratas y delatores de cuya lealtad al poder –a menudo rastrera– depende su carrera. Florentín cierra su capítulo cubano con una semblanza del poeta Raúl Rivero, obligado al exilio, una larga tradición que comenzó en el siglo XIX con José María Heredia y sigue hoy con tantos escritores y artistas de la Isla.
Sin embargo, lo peor –asegura Florentín– es la ingenuidad, siempre cómplice, de quienes defienden los regímenes comunistas como sueños de libertad. No lo es, y Rivero, que sufrió varios boicots de jóvenes procastristas durante sus conferencias en España, lo dejó claro: «El sueño de ellos es la pesadilla de los cubanos».