Un viaje en tren de Santiago de Cuba a La Habana

en el Tren Francés

Michael N. Landis

La Estación Central de La Habana.

HAVANA TIMES — Había una vez -una vez hace mucho tiempo- cuando era posible abordar a las 4:00 pm un carro Pullman en la estación Penn de Nueva York y, gracias al ferrocarril de Henry Flagler de la costa Este de la Florida, no desembarcabas hasta llegar a La Habana a las 6:30 pm, dos días después.

Aunque usted hubiera sido lo suficientemente rico como para pagarse ese viaje, probablemente lo habría hecho con una estación pasando la noche en uno de los hoteles emblemáticos de la Florida, como por ejemplo el Flager Ponce de León, en San Agustín, The Breakers en West Palm Beach, o incluso, si usted tenía prisa por llegar a La Habana y decidía viajar directamente, su tren habría ido a Key West, donde habría cargado su Pullman en un ferry para cruzar el estrecho de la Florida; seis horas más tarde, llegaba a la capital cubana.

El Especial habanero de la costa Este de la Florida funcionó desde 1912 hasta 1935, cuando el poderoso huracán del Día del Trabajo demolió gran parte de la vía entre Cayo Largo y Cayo Hueso, en el proceso de barrer más de 400 trabajadores de la WPA, cuando el tren de evacuación fue arrastrado fuera de las pistas en el Alto de Matacumbie Key.

Después del paso de ese catastrófico huracán, el ferrocarril no fue reconstruido jamás más allá de la tierra firme; en cambio, la vieja carretera de F.E.C. se convirtió en la base para la nueva autopista de Estados Unidos, la # 1, desde Homestead hasta Key West.

Cuando niño me encantaba viajar en tren, tanto en el lechero que demoraba tres horas en ir de Bridgeville, Delaware, cerca de la granja de mis abuelos en la costa Oriental de Maryland, hasta mi casa en Filadelfia, o un viaje más largo, como el que realicé en 1954, cuando tenía 11 años, desde Denver, Colorado, después de visitar a mis tíos durante el verano, de regreso a Filadelfia en el California Zepher viajando a Chicago, Burlington y más allá por el ferrocarril de Pensilvania hasta Filadelfia. Desde entonces, he cruzado y vuelto a cruzar nuestra gran tierra en casi cada una de las rutas de larga distancia de Amtrak.

Era natural entonces que quisiera viajar a través de los Ferrocarilles de Cuba, en el tren Francés, desde La Habana hasta Santiago de Cuba.

Mi primer intento fue en 2004, cuando intenté obtener boletos de ida y vuelta para mi esposa, mis dos hijas y yo. No pudimos dar con el horario, así que en lugar de eso terminamos tomando un autobús ViaAzul. Mi próximo intento fue en 2006, de Santiago a La Habana; otra vez hubo problemas con el horario. Lo mismo ocurrió en 2010 cuando traté de obtener boletos de ida y vuelta desde La Habana a Bayamo.

En el cuarto intento, en octubre de 2012, tuve éxito en reservar un asiento en el tren Francés (llamado así, porque los coches que usa son viejos vagones comprados por Cuba al Ferrocarril Nacional Francés) de Santiago a La Habana. (Afortunadamente, tuve la oportunidad de disfrutar de Santiago; varias semanas antes que el huracán Sandy arrasó, causando grandes daños a la ciudad y sus alrededores, antes de dirigirse al Norte, donde también ocasionó perjuicios en la costa de Nueva Jersey, Nueva York y Connecticut.)

Me dijeron que debía presentarme en la estación a las 6:00 pm para una salida prevista para las 7:30 pm. Cuando llegué a la estación me informaron que la partida había sido demorada para las 9:00 pm. Incluso durante el atardecer, el interior de la gran estación de techo alto y curvo y diseño francés era como un horno, por lo que me dirigí hacia un banco en el parque que rodea el lugar. Después de leer durante unos pocos minutos, comencé a sentir pinchazos agudos en mis tobillos y piernas; las hormigas bravas cubanas habían decidido atormentarme.

Abandonando el infectado banco, me dirigí a un puesto de comida cercano y solicité una croqueta. No se podía comer, por lo que se la di a un perro callejero. Entonces recordé la sala de espera especial, en un pequeño edificio blanco cerca de la estación de trenes, donde había comprado mi boleto en divisa (moneda dura) el día anterior. Me retiré a esta pequeña sala de espera, me senté en uno de los asientos de plástico duro. Desafortunadamente, el aire acondicionado estaba fijo en 62 grados F (17 C). y pasada una hora estaba temblando. Después me dirigí nuevamente a la estación principal, aunque el sol se había puesto, el interior todavía era un horno.

Después de «cocinarme» durante una hora, me fui de nuevo a uno de los bancos del parque exterior. Esta vez las hormigas no me molestaron. Después de otra hora de espera escuché una voz amortiguada que salía del altavoz de la estación, así que volví a entrar. Después de preguntar a otro pasajero sobre el anuncio, descubrí que la salida había sido retrasada una vez más, en esta ocasión para las 11:00 pm. Por el momento, el interior del lugar se había enfriado suficiente como para ser soportable. Durante las próximas dos horas conversé con una familia cubana (que también se dirigía a la capital).

Nos acercábamos a las 11 de la noche, sin embargo otro anuncio nos informó que la hora de la salida había sido cambiada nuevamente, en esa ocasión para ¡las 3:00 am.! Para entonces ya estaba muy cansado y me arrepentí de no haber retenido, al menos, parte de mi equipaje -una pequeña maleta con ruedas, o una mochila de uso diario para usarla como almohada, en lugar de entregarlos todos en el control de equipajes. Muy cansado, me dejé caer en el piso y me acurruqué en la dura e implacable superficie de terrazo para dar algunos pestañazos durante las próximas horas.

Sintiendo alguna actividad cerca de las 2:15 am, laboriosamente me levanté del piso y me presenté en la sala de equipaje, donde, entregando los formularios de solicitud, recuperé mi equipaje y me dirigí a la plataforma para estar entre los primeros en la cola que ya se estaba formando.

Durante la hora siguiente observamos a la tripulación cargando suministros de carga y mercancías. Tan numerosos eran que inferí que debe haber un director, y varias azafatas para cada coche (una idea que se demostró estaba absolutamente fuera de lugar).
Finalmente dieron la señal y todo el mundo se lanzó hacia delante, hacia la plataforma. ¿Recuerdan esa escena memorable del filme El Dr. Zhivago, en el que Yuri Zhivago, su esposa y su suegro abordan un tren en Moscú durante el terrible invierno de 1918-1919 para viajar a Yuriatin, en los montes Urales, para encontrar refugio en Borikino, una herencia de su suegro? Ahora imagine una versión tropical de la escena. (¡Exagero, por supuesto, pero no tanto!)

Una vez localizado mi vagón, resultó imposible subir los dos ENORMES escalones, especialmente con todo mi equipaje. ¿Dónde estaba ahora toda la tripulación del que había visto abordando el tren anteriormente? ¡No podía encontrarlos en ningún lugar! Después de un valiente intento de subir al coche motor, unos compañeros de viaje ya a bordo se compadecieron de mí y levantaron mi maleta con ruedas, mientras que otros pasajeros preocupados, que permanecían a mi lado en la plataforma, me dieron un empujón hacia arriba.

Ya arriba, el Señor del caos reinó supremamente. De nuevo, ningún tripulante a la a la vista, y el sistema de enumeración de los asientos era ambiguo, lo que resultó en un juego de «sillas musicales» durante el siguiente cuarto de hora. En ausencia de cualquier miembro del personal, finalmente pudimos descifrar el sistema de numeración de los asientos y nos acomodamos en los lugares correctos.

Violando descaradamente la regla de no fumar, un viajero encendió un cigarrillo. Varios pasajeros le informaron que eso estaba prohibido, pero él ignoró sus reclamos. Una mujer le rogó que apagara su cabo, afirmando que tenía asma y el humo agravaría su condición. Su llamado cayó en oídos sordos. Nuevamente no se mostró ningún miembro de la tripulación por todo aquello. Finalmente, muchos de los pasajeros en los asientos cercanos, incluido yo, comenzamos a toser, toser, toser y como nuestro coro se hizo cada vez más fuerte y constante, el imprudente transgresor transigió y apagó el cigarrillo.

Alrededor de las 3:15 am, el tren se deslizó fuera de la estación. En algún lugar entre Santiago y Bayamo la conductora tomó mi pasaje, después pasó la mayor parte de la próxima hora reprendiendo a una familia que había montado el tren equivocado. Sus entradas eran para un «tren lechero» local, no el Francés. Más tarde se bajaron en Camagüey.

Cuando salimos de Santiago estaba empapado de sudor por la lucha para subir al tren, colocar mi equipaje en el estante de arriba y después encontrar mi asiento. En lugar de un asiento en uno los vagones de primera clase con aire acondicionado, había decidido comprar un pasaje más barato, de segunda clase. La brisa de mi ventana abierta comenzó a refrescarme. Sin embargo, en unos 15 minutos estaba temblando por el aire frío del amanecer. De encima de mi cabeza saqué mi mochila y hurgando dentro de esta encontré mi chaqueta en la parte inferior, pues no tenía la intención de usarla nuevamente hasta que regresara al Norte.

En las afueras de Cacocum o Bayamo pasamos una escena sorprendente: en la oscuridad del amanecer cientos de hombres se calentaban alrededor de las llamas de barriles. Cada vez que escucho el cliché: «ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que trabajamos», recuerdo esos guajiros en el frío de la oscura madrugada, preparándose para un día de trabajo en el campo.

El interior del coche estaba limpio, amplio, y alto. Tenía asientos reclinables que habían sido tapizados recientemente con piel llamativa de color rojo brillante. Los baños, sin embargo, no cumplían con los estándares de una estrella. De hecho, estaban en territorio sin estrellas. Afortunadamente, durante todo el viaje solo necesité orinar una sola vez; si hubiera necesitado defecar me hubiera quedado de pie, y por encima. En los vagones de segunda clase no había, por supuesto, rollos de papel higiénico.

En contraste con el ambiente racionalizado y cerrado de los vagones del Amtrak, (al menos los que están en las rutas del Este de Chicago), los del Tren Francés eran más altos y amplios. Había espacio suficiente en la parte superior, incluso para un baúl (si es que lograbas subirlo a bordo). A diferencia de los compartimentos superiores de los aviones, el del tren Francés acogió fácilmente mi mochila grande, mi mochila diaria y la maleta con ruedas.

Entre Las Tunas y Camagüey apareció la mano rosada del amanecer, revelando vastos y llanos campos de caña de azúcar, pastos – y mucho marabú. Me encanta viajar en tren, porque siento como si estuviera pasando por los patios traseros de una nación. A pesar de que las escenas pueden ser fugaces (no tan fugaz, sin embargo, como en un Amtrak, pues las vías y los equipos de los Ferrocarriles de Cuba están en peor estado), puedo ver las escenas ocultas a los «turistas de parabrisas» que conducen por la interestatal o la autopista Nacional. Cruces de caminos desolados donde imagino a un Robert Johnson cubano encontrándose con el Diablo para intercambiar su alma por el don de tocar su guitarra con inspiración, o soñolientos bateyes donde los cerditos deambulan por las calles, guajiros trotando junto con los caballos, estudiantes de primaria con sus uniformes rojos, bromeando entre ellos camino a la escuela, y los chismes de las abuelas sobre las cercas de cactus.

Aunque había otros extranjeros en primera clase, yo era el único extranjero en mi vagón de segunda. Como estaba agotado por mi noche de medio dormir en los duros bancos del parque, las sillas plásticas y el piso de terrazo, entraba y salía del sueño durante gran parte del viaje, tomando un papel menos activo conversando con los compañeros de viaje. Incluso a este nivel reducido, fue una maravilla experimentar las vistas, los sonidos y los olores, ya que viajamos por unos 900 km, desde Santiago a La Habana.

Decenas de vendedores subieron a bordo en Camagüey, vendiendo sándwiches, cafecitos, refrescos, galletas, pasteles y otros dulces. Estos eran mucho mejores que los bocaditos de queso y refrescos de naranja ofrecidos por las azafatas del tren poco después de salir de Santiago. Le faltaban las normas sanitarias, sin embargo, los vendedores de cafecito reutilizaban los vasitos sin lavarlos; una vez más, mi filosofía es: «!lo que no me mata, me engorda!»

Me sorprendió ver que algunos de mis camaradas de viaje consumían sus aperitivos y bebidas y lanzaban por las ventanas, como si nada, tanto las envolturas, como las botellas de refrescos vacías. Al final de la mañana y principio de la tarde continuamos viajando por las vastas planicies de las provincias de Camagüey, Ciego de Ávila y Sancti Spíritus, a veces se vislumbraba, a lo lejos, la Sierra del Escambray en el Suroeste del horizonte. Pasamos, mayormente, por superficies planas, de vez en cuando algunas colinas.

Como el tren Francés es un expreso, no pasamos por muchas de las capitales provinciales, como Ciego de Ávila y Sancti Spíritus, a las cuales había visitado durante mi viaje hacia el Oriente de la Isla un mes antes. Mientras avanzábamos hacia el Occidente, las ciudades y los pueblos se hicieron más numerosos, con la gente subiendo y bajando en Santa Clara y Matanzas. Aproximadamente media hora después de salir de Matanzas, el tren aceleró desde la abandonada y triste estación hacia el Aguacate, donde corté caña de azúcar durante tres meses durante la Zafra de Los Diez Millones, en 1969-1970.

Cuando nos acercamos a La Habana, el entusiasmo de mis compañeros era palpable: el murmullo de la conversación se hizo más fuerte y el bullicio de la gente cogiendo sus maletas y sus paquetes de encima de la cabeza y alistándose para la llegada se hizo más frenético, sobre todo cuando el tren se desaceleró al pasar por las zonas industriales de la periferia. Esta actividad culminó con nuestra llegada a la Estación Central de La Habana.

Los pasillos del tren se llenaron de gente esperando para bajar a la plataforma, y esta se convirtió en una escena de caos: los pasajeros reuniéndose con sus familiares y amigos, y luego corriendo hacia los carros, taxis, autobuses, y camiones (camiones de pasaje) hacia sus destinos finales.

Como estaba cargado con una mochila grande, una pequeña y una maleta con ruedas, después de llegar a la calle opté por coger un taxi hacia mi destino, una barriada al Oeste de La Habana, negociando primero, por supuesto, el precio.
Después de acomodarme en el Hotel Mariposa, en La Lisa, cerré las cortinas, puse mi ropa en su lugar, apagué las luces, me metí en la cama y dormí profundamente durante las próximas 12 horas!

¿Qué si elegiría realizar este viaje otra vez?, probablemente. Usar los Ferrocarriles de Cuba no es para cardíacos, ni para personas con bajos niveles de tolerancia. Además, hubiera tenido segundos pensamientos, si hubiera llegado 27 horas de retraso, como hizo otro extranjero algunos años atrás.

Sin embargo, si usted es un amante de los trenes, alguien que quiera experimentar una Cuba más auténtica (sin llevar esta autenticidad, por supuesto, a los extremos, tomando una serie de camiones desde Santiago a La Habana), y se acoge a la filosofía de que «llegar es la mitad de la diversión», entonces Ferrocarilles de Cuba es su boleto a las estrellas!

6 thoughts on “Un viaje en tren de Santiago de Cuba a La Habana

  • Muy bueno. Ese mismo tren salía antes de la Estación Central a las seis de la tarde, debiendo llegar a Santiago a las seis de la mañana. Sólo paraba en Santa Clara y no estoy segura sí Camagüey. Llegué a completar la hazaña de tirarme en Manacas cerca de la cervecería cuando afloja la velocidad y caminar por el medio del monte, oscuro, hasta la carretera Central para de allí llegar a otro pueblo.

    Más de una vez tuve la dicha de hacer el viaje completo en «el Uno» pero de que fuera puntual y amanecer en Santiago ya era otra historia.

    En general los trenes con su ruido y su olor a hierro, las estaciones, tienen un encanto difícil de apreciar.

  • «como el tren no es expreso, no pasamos por la capitales provinciales de Ciego de Avila y Sancti Spiritus…» pues por Ciego de Avila si pasó, lo que no hacía parada, por Sancti Spiritus, imposible pues la linea central no llega a esa ciudad, este tren comenzó, para asombro e incredulidad de muchos, compensando monetariamente por los atrasos si ocurrían, ¿qué, qué pasó ? jaja, que pregunta, gracias Michael por su crónica.

  • En agosto de el año 2008 yo fui a santiago de cuba por primera vez saliendo desde la havana.
    Como contaba con poco dinero, utilicé mi carnet de identidad q habia caducado en marzo de ese mismo año.
    Por el precio del viaje en pesos cubanos y 10 cuc, me fui a santiago en el famoso tren lechero q es lentísimo.

    Debia salir dicho tren a las 3 de la tarde y lo hizo a las 5 de la tarde. Solo hizo tres paradas en el camino.
    Debia llegar a santiago a las 3 de la tarde del siguiente día y lo hizo alas 9 de la mañana, yo alucinaba, creia q estaba soñando!

  • Y con aguja bien fina se van deshilando puntos que son claro reflejo de la sociedad, no va el tiro hacia generalizar pero que se notan ahí está. La carencia de cultura cívica, la falta de orden y seriedad por parte del que brinda servicio, la carencia de sumisión a las reglas por parte de quien hace uso del servicio… al final el trajín se cargó de agridulces, si esto es así de día a día, aunque los momentos dulzones son los menos parece que eso los hace más valiosos aún. Bárbara la descripción del andar desde el niuyores hasta la Isla en aquellos años mozos de los 20’s, tremenda evocación. ¡Salud!

  • Masoquismo, no le encuentro otra explicacion a querer viajar en tren en Cuba. Es como el americano que experimento vivir con 20 cuc durante un mes en La Habana. El señor casi muere de hambre.

  • Estuve en Cuba en marzo de este año, intento ir otra vez; me encantaría recorrerla en tren, pero después del relato de Michael Landis, imposible; tengo 80 años y obviamente, dificultades motoras. Camino poco, asi que tomaré algún carro para recorrer la Habana, ya que me quedaron lugares para conocer. Veré como hacer otros recorridos; me hubiera gustado llegar a Santiago, pero será en otra vida! Alguien tiene comentarios sobre los vuelos de cabotaje?
    saludos.
    margarita

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