Un pueblo de ladrilleros cubanos al margen de la ley
«Este es un oficio duro y vivir aquí es más duro todavía», cuenta Anastasio, uno de los primeros pobladores del barrio que se fue armando a finales de los años 60
Por Miguel García, Holguín (14ymedio)
HAVANA TIMES – La tierra colorada está por todas partes. Pegada en las suelas de los zapatos, metida entre las tablas de las viviendas y también en los ladrillos que salen del horno en la comunidad Cayo de Mayabe, un pequeño poblado de ladrilleros trabajan al margen de la ley y suministran la mayor parte de los ladrillos que necesita la ciudad de Holguín.
«Este es un oficio duro y vivir aquí es más duro todavía», cuenta Anastasio, uno de los primeros pobladores del barrio que se fue armando a finales de los años 60. En su familia ya son tres las generaciones que laboran en los tejares informales que salpican toda la zona. El color rojizo del terreno se le ha metido en la piel de las manos y bajo las uñas tras décadas de trabajo.
En el barrio, conformado por gente de muy bajos ingresos, los servicios son escasos: una escuela primaria, un consultorio médico, un punto de venta de alimentos y un parque desvencijado que s olo se vio limpio y pintado cuando lo visitaron funcionarios oficiales. Fuera de esas áreas, la gente se encuentra en los salones de dos iglesias evangélicas, una pentecostal y otra metodista, que hay en el lugar.
En Cayo de Mayabe existen también, actualmente, una veintena de tejares donde los ladrilleros, desde la madrugada, dan forma a los ladrillos artesanales y los cuecen. Cuando avanza el día estos lugares se quedan vacíos, ni un alma se asoma por ahí. Solo quedan las mesas, el horno y parte de los ladrillos. Trabajar desde muy temprano es vital para ahorrarse el calor del mediodía y a la policía.
«Nos hacen la vida imposible», cuenta a 14ymedio Anastasio. «No nos dejan trabajar, pero todo el mundo sabe que el ladrillo con el que se construye en esta ciudad viene del pedacito de tierra este», aclara el hombre mientras se inclina sobre la pisa, un socavón donde se echa la tierra, se agrega el agua y se va preparando la mezcla.
«Esta es una parte difícil del trabajo y se necesita mucho esfuerzo porque hay que moler la tierra con un palo y dejarla fina», detalla. «Luego hay que formar los ladrillos en esas mesas de alfarero», dice señalando dos vasijas de metal elevadas donde «la mano y las habilidades del trabajador son las que dan la calidad en la forma y lo compacto que quede el ladrillo».
A pocos metros, un horno más alto que un hombre es el próximo paso en esta manufactura informal. Una vez cocidas las piezas, se colocan en pilas y se venden a 11 pesos cubanos cada una. «Viene la gente hasta aquí a comprar porque el Estado no hace ni vende ladrillos en toda la ciudad».
Cuando levanta un poco el sol, los ladrilleros se escurren y dejan el tejar vacío. «No nos podemos quedar aunque sepamos que nos pueden robar la mercancía, pero nadie quiere que lo atrapen y le pongan una multa», explica el hombre. Hay veces en que deben alejarse por largos días porque hay operativos en la zona y cuando regresan, les han robado parte de la producción.
Los tejares de Cayo de Mayabe son ilegales a los ojos de las autoridades porque los ladrilleros de la comunidad carecen de un permiso por cuenta propia para ejercer este trabajo. Hace unos años algunos de ellos decidieron oficializarse pero poco después volvieron a sumergirse en la clandestinidad.
«Teníamos la licencia y debíamos pagarla cada mes, pero no nos vendían la materia prima ni nos permitían extraerla», cuenta Leonel, un joven que lleva más de un lustro trabajando junto a su padre y un hermano en el tejar de la familia. «Después de un tiempo entregamos la patente y seguimos trabajando debajo el radar».
La materia principal del ladrillo artesanal es el barro, hecho con la tierra rojiza de la zona, rica en arcilla. Pero no existe ningún lugar oficial donde comprar este producto y las autoridades prohíben que se extraiga por cuenta propia. Después de unos años de aceptar inscripciones para la licencia de alfarero en la zona, el Gobierno local cerró esa posibilidad.
«Nos dicen que no pueden dar licencia a quien no muestre los documentos legales de las extracciones de tierra», subraya Leonel. «Pero ellos mismos saben que eso no hay como tenerlo porque no se vende legalmente en ningún lado, que la única forma es cavando y abriendo huecos».
Cuando se entregaban patentes para ejercer la alfarería en Cayo de Mayabe, se les prohibía a los cuentapropistas contratar personal, solo podían trabajar en el tejar los miembros del mismo grupo familiar. No obstante, entonces y ahora, cuando la labor se ha sumergido absolutamente en la ilegalidad, esos talleres artesanales son la principal fuente de empleo para los lugareños.
Si Cayo de Mayabe ya se consideraba una zona de gente pobre, a la comunidad le han surgido varios anillos donde se han asentado personas que migraron desde municipios más remotos y han llegado hasta allí solo con lo puesto. Con los años y la escapada de los más jóvenes hacia La Habana o el extranjero, la población del lugar ha ido envejeciendo.
«Aquí viven unas 2.500 personas y ahora mismo el trabajo en los tejares se está complicando porque faltan brazos jóvenes», reconoce Leonel. «Mi padre sigue laborando con nosotros pero ya no puede hacer la pisa ni otras partes duras del proceso, él se encarga ahora de atender a la gente que viene a comprar los ladrillos».
La venta, sin embargo, no va bien. La crisis económica que atraviesa la Isla, la falta de combustible para acarrear la mercancía y el frenazo en el turismo han disminuido la demanda. «A veces nos pasamos semanas sin vender un ladrillo y eso es muy grave porque aquí el ladrillo es el que nos da de comer».
Entre los clientes que tiene la familia de Leonel, hay personas que están renovando o construyendo su vivienda, emprendedores de la ciudad que amplían un hostal privado, otros que mejoran una paladar o quienes quieren decorar con las piezas artesanales y rojizas algún patio interior. Unas pocas cooperativas no agropecuarias también les han comprado «de vez en cuando y de cuando en vez».
Tanto Anastasio como Leonel son conscientes de que las cavidades que abren para extraer la tierra que necesitan sus tejares afectan el entorno en el que viven. Trae erosión a los suelos, daños a la vegetación y en los socavones se estanca el agua y aumenta entonces el riesgo de que surja un criadero de mosquitos Aedes aegypti, con el consiguiente peligro del dengue.
«De donde se saca la capa vegetal de la tierra quedan terrenos pedregosos donde no crecen las plantas, además de que en esos terrenos no pueden pastar vacas, chivos o caballos», advierte el joven. «Pero qué vamos a hacer, esto es lo que nosotros sabemos hacer, con lo que mantenemos a nuestros hijos, si no nos venden la tierra, nos la tenemos que robar».
Entre los hierros de un columpio oxidado, en el único parque de la comunidad, una joven lanzaba este martes una pelota inflable a su pequeño hijo. «Aquí nos falta todo, no tenemos ni bodega para comprar los mandados, hay que moverse cuatro o cinco kilómetros para sacar el poco de azúcar y arroz que nos venden», explica a este diario.
El pésimo estado de los viales alrededor de Cayo de Mayabe complica el traslado. «El agua que bombean no llega hasta aquí, así que tenemos que consumir la de los pozos que tenemos en los patios pero que ya se sabe que no sirve para tomar». La mujer enumera sus demandas: «una carnicería, una bodega y un punto de leche», pero aclara que eso es «para empezar».
«Aquí, hace un año, venían de visita dirigentes y hasta trajeron algunos extranjeros», recuerda la holguinera. «Fue cuando nos clasificaron como comunidad priorizada o de complejidad social». En 2022, a bombo y platillo, construyeron el parque donde la madre va con su hijo. La maleza y el óxido se dan la mano donde antes la pintura relucía y los funcionarios se sacaban fotos para la prensa oficial.
Mientras la pelota sube y baja, un coche de caballo se adentra en la barriada. «Ese viene a cargar ladrillos», aventura la mujer. En las ruedas se le ha pegado la tierra colorada de la zona, la misma que da de comer a los ladrilleros de Cayo de Mayabe.