Soldaditos de Hong Kong

Ernesto Perez Chang

Soldados medievales. Foto: Luigi Chiesa, commons.wikimedia.org

HAVANA TIMES, 13 julio — Éramos niños del barrio y esperábamos a que se pusiera el sol. Amparados en la semi-oscuridad íbamos a “los rusos.”  Esa estrategia la aprendimos de nuestros padres. Los rusos era una especie de colonia pequeña conformada por una decena de edificios donde vivían los asesores militares soviéticos con sus familias.

Éramos vecinos en un barrio militar dividido en dos por una cerca de metal. De un lado estábamos nosotros, los cubanos; del otro, aquellos extraños seres con sus extrañas formas de vivir.

Pocas veces se les veía caminar por las calles, y cuando lo hacían marchaban en tropillas de cinco u ocho. Les veíamos como a criaturas altas, extremadamente blancas de cuyas bocas salían ruidos ininteligibles.

Nuestros padres descubrieron que algunos de los sonidos significaban cosas que necesitábamos pero que no teníamos y ellos sí. Aprendimos entonces, por necesidad, a pronunciarlos de una manera similar.

Y ellos tuvieron que ejercitar el oído para escucharnos de ese modo confuso, en esa especie de lengua franca que utilizábamos exclusivamente en los peculiares encuentros nocturnos.

Recuerdo que por el día, a plena luz del sol, el dialecto desaparecía y cada cual retornaba a su propia lengua; así, cuando surgía alguna confrontación ―aquellos rusos, no sé por qué, se disgustaban fácilmente, cualquier nimiedad les hacía explotar― nos insultábamos unos a otros en nuestros legítimos y nacionales repertorios de improperios.

A pesar de las conflagraciones, no disminuían los encuentros nocturnos. Incluso nos confabulábamos, rusos y cubanos, para burlar la guardia que custodiaba la colonia; aunque casi siempre el soborno era un asunto nuestro.

Los rusos eran demasiado cicateros ―y sobradamente “rusos”― para sacarse el dinero. Arriesgaban no tanto como la vida pero sí las playas, la isla, los cigarros y el ron como sucedáneo del vodka que les proporcionaba el dinero cubano.

Nosotros arriesgábamos mucho más. Las consecuencias de los encuentros para ellos tal vez no pasaran de algunas reprimendas, pero a nuestros padres les iba todo: el trabajo, el carné del Partido, los grados y hasta las “propias” viviendas que no eran nuestras sino del ejército, que se adjudicaba el derecho de propiedad.

No muchos años atrás habíamos visto cómo expulsaban a algunos de nuestros vecinos simplemente por venerar un altar. Recuerdo que al mudarnos, mi abuela escondió los santos y el crucifijo en una esquina del closet porque los inspectores ―que también ocultaban sus reliquias de modo similar― pasaban todas las semanas velando por la integridad de nuestro ateismo.

Pero cuando comenzamos nuestras expediciones a los rusos ya los “asuntos divinos” no eran tan perseguidos, incluso las visitas de los inspectores eran menos frecuentes, tal vez porque habían dado por insignificante aquella raza de pequeño burgueses que tenían una extraña y sospechosa fe en algo que no eran ni la revolución ni el hombre nuevo.

El diversionismo ideológico

Ahora el delito mayor pasó a ser el “diversionismo ideológico” que eran, entre todas, las palabras más temidas. Articuladas en los más diversos tonos nos auguraba ―siempre que fueran pronunciadas por un funcionario o un profesor, incluso por nuestros propios padres―, una desgracia con magnitud de estigma.

Chicle.   Foto: Lusheeta. commons.wikimedia.org

Y el diversionismo ideológico podía estar en cualquier lugar, incluso en un objeto, en una comida, hasta en un caramelo. Del mismo modo que el enemigo había logrado condensar en un artefacto de mediano tamaño el poder destructor de mil bombas convencionales, así lo había hecho con la ideología burguesa al comprimirla en un simple dulce.

Y a ese dulce que al resto de la humanidad parecía inofensivo lo llamábamos, en voz baja, chicle, porque pronunciarlo y consumirlo en público eran una especie de provocación. Pero a pesar del peligro, hacíamos malabares para obtenerlo y hasta teníamos nuestros secretos para conservarlo durante mucho tiempo sin que disminuyeran demasiado sus cualidades fundamentales: la elasticidad y el sabor.

Así, le masticábamos sin excedernos en las mordidas, sólo las necesarias, unas decenas de un lado, otras del otro e inmediatamente lo guardábamos en el refrigerador envuelto en dentífrico mentolado o en bálsamo chino. A veces, ya mordido, lo compartíamos aunque abundaban los avaros y los exhibicionistas que mascaban y mascaban ininterrumpidamente, día y noche, sin límites, sin proporciones (incluso sin chicle) hasta desarticular la mandíbula.

Nuestra aventura hacia las Indias

Al Igual que Cristóbal Colón se embarcó en una aventura riesgosa hacia las Indias en busca de las especias, así durante años lo hicimos nosotros todas las noches hacia los rusos en busca de chicles.

A veces nos acompañaba un adulto, aunque sólo las primeras, como en una especie de ritual iniciático, porque más tarde, para evitar el peligro de exponerse ellos, nos dejarían maniobrar por nuestra cuenta pero bajo sus instrucciones.

Ellos sabían por cual lado de la tapia penetrar a la colonia, el horario de los cambios de guardias, el precio de la corruptibilidad de cada uno, en qué puertas tocar, el lugar exacto de cada mercancía.

Cada apartamento estaba especializado en determinado tipo de trueque de modo que la colonia funcionaba como una especie de tienda por departamentos. Así, cuando necesitábamos ropas marchábamos hacia las coordenadas exactas y, pronunciando la palabra precisa ―en lengua franca― el inquilino nos pasaba a una habitación donde escogíamos la prenda.

Igualmente sucedía con los zapatos, y con los perfumes. También comprábamos carnes, quesos, chocolates, globos y, sobre todas las cosas, el preciado chicle que, a diferencia de las demás mercancías, no las vendían los mayores sino los hijos de ellos, los rusitos ―así les llamábamos― que en vez de dinero nos pedían “soldados,” soldaditos plásticos de juguete fabricados en Hong Kong.

Un soldadito equivalía a un caramelo; dos soldaditos, a un chicle. Ese era el acuerdo. De modo que cuando por ley una vez al año nos tocaba comprar sólo tres juguetes, tanto hembras como varones preferíamos los juegos de combate que nos llegaban de Hong Kong.

Si la fortuna en el sorteo del barrio, donde nos ganábamos los turnos para comprar los juguetes, nos favorecía, entonces sabíamos que era posible hacernos con una de aquellas cajas grandes que guardaban un verdadero ejército.

De ser los últimos, debíamos conformarnos con una bolsa de malla de nailon que apenas tenía unos cuantos hombrecillos despojados de armamentos, un puñadito que sólo garantizaba unas miserables mascadas porque no vestían uniformes verde olivo sino armaduras medievales, o disfraces de cosacos; y los rusitos pedían soldados, soldaditos cuyos modelos no eran ni del ejército ruso al cual juraron fidelidad sus padres ni de las Fuerzas Armadas a las que pertenecían los nuestros sino del U.S. Army que en conjunto combatían.