Mujeres y hombres que venden por ahí
Por Lien Estrada
HAVANA TIMES – En la calle 26, reparto Libertad en la ciudad de Holguin, desde hace tiempo se oferta lo necesario y mucho más. Aves, frutas, carne, medicinas, bicicletas, comidas, plantas, yerbas, bisutería y cuanto pudiéramos imaginar… Todo ilegal.
Un cliente escucha conversar a una mujer y a un hombre, vendedores de libros, sobre un tema que resulta de su interés. Pide disculpas para intervenir, y dice: «Me permiten participar en la conversación…? Se nota que son personas educadas, aunque no hayan ido a la universidad…», y prosigue con su comentario.
Nunca sospechó que la vendedora de esos libros, cuidadosamente organizados sobre aquel saco en la tierra, a un metro de la acera, guarda en sus cajones un técnico medio, una licenciatura, y dos maestrías. El señor de cierta edad, también con sus libros junto a los otros, es graduado de Medicina antes de la Revolución por la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, y dedicó décadas de su vida en los laboratorios, por lo que cuenta con profundos conocimientos de bioquímica. Pero además puede recitar extensos fragmentos de Martín Fierro, poemas de José Martí, y es un verdadero gusto hablar con él de filosofía, arte, y literatura. Por supuesto, nadie interrumpió al cliente para aclararle sobre sus diversos espacios de formación. Se limitaron a escuchar amablemente lo que él quería decirles.
Esta opinión, sin embargo, no es exclusiva de este señor que se ha detenido a observar los textos alineados en el suelo. Es un criterio posiblemente de la mayoría de la población. Quizás porque es parte de la construcción imaginaria de esa Cuba que se ha impuesto de alguna manera en nuestra sociedad.
Los profesionales, obreros, intelectuales, creadores, trabajadores en fin, se deben a centros e instituciones que responden a intereses del bien común. Porque en nuestro socialismo cubano se cuenta con una sociedad bien organizada. Donde cada cual sabe ocupar su lugar, y conoce sus deberes y derechos. Sólo aquellos inadaptados como alcohólicos, lumpen sociales, que han de ser rehabilitados en su momento, se dedican a actividades fuera de la ley, en los lugares más diversos.
Por tal motivo, no es extraño que también lo consideren así los y las transeúntes de esta prolongada y concurrida calle, donde se ha generado un ambiente notablemente marginal, por la cantidad de vendedores sin papeles que han decidido establecerse aquí. Sentados algunos sobre piedras, diminutos asientos de madera otras, presentables o no tanto, proponen sus productos en mesitas improvisadas de cualquier cosa.
Pero lo cierto, es que la realidad cubana que se pretendió en los años 60 con la creación de la mujer y el hombre nuevo, no se corresponde precisamente con la que se muestra en el día a día en el país de ahora. Entre estas y estos ilegales que ocupan un lugar una al lado del otro, como una feria bien programada por autoridades, se encuentran personas de todas las edades, creencias, razas, géneros, y por supuesto, grados de escolaridad. Esa definida sociedad clasificada por el proletariado con sus diversos objetos sociales como que se desdibuja en esta jungla no tan nueva, no tan antigua.
La presente experiencia es que no son precisamente rufianes que se dedican a robar por las noches y vender el botín durante el día. Además de algunos casos de hurtos que pudiera ser, puedes hallarte a un muchacho que fue el trabajador más joven de la empresa eléctrica y terminó dejando su trabajo por el salario que no le era suficiente.
En ese mismo circuito te encuentras también los vendedores de piezas de bicicletas y palomas, testigos de Jehova que tuvieron que dejar pronto sus estudios, pero siempre fueron responsables con la manutencion de la familia y la casa. Está Abel, alto, robusto, que pregona mientras camina lento de un lado a otro: ¡Maquinitas de afeitar, nasobucos, lapiceros…! Graduado de Metalurgia en Rusia por los años 70, cuando se detiene a conversar con alguien sobre esos tiempos, habla de esos ríos de Europa donde desde una orilla no se puede ver la otra.
Junto al contrabandista de medicamentos convencido de que éste es su mejor negocio, está Félix con cuadros que él mismo pinta, porque llegó a graduarse de la escuela de Arte, pero se ha quedado fuera del mercado de turismo internacional.
Está también Bernardo, que parece un campesino con sus camisas ordinarias de mangas largas y el enorme sombrero de yarey para protegerse del sol. Va con su cubito plástico lleno de caramelos de menta y fresa, pero es químico de profesión. Tiene eficientes fórmulas para todo y por eso el caramelo le sale de maravillas. Se dedicó a elaborarlos y venderlos una vez que presentó la renuncia en el hospital donde trabajaba, pues al negarse a colaborar con la Seguridad del Estado, el ambiente se tornó adversamente insoportable.
El señor que arrastra una pierna y empuja un carrito con vasitos y termos de café, es ingeniero jubilado. Y bajo la sombra de uno de los cedros casi siempre está Jorge, vendiendo cajas de cigarros, aunque es músico de profesión. Tiene tan mala suerte que el grupo al que pertenece no acaba de organizarse por lo caro que se ha vuelto el transporte para trasladar instrumentos y poder tocar en los hoteles. Tampoco ha conseguido un contrato en La Habana.
José, quien llega con un minúsculo asiento de madera y se ubica detrás de unas mesas hechas con cajas de cartón, oferta juguetes para niños, bombillos, y cuchillas, también toca la guitarra y vivió de la música por 16 años en los Estados Unidos. Salió por el Mariel y confiesa estar bien arrepentido de haber regresado. Le gusta practicar el inglés de vez en vez, porque siempre le gustaron los idiomas. Aparecen más vendedores de libros y ahí está el Makarenko, que dedicó años a la pedagogía. Un buen día decidió salirse definitivamente del sector de educación. Dice que las condiciones de trabajo siempre fueron malas y el salario nunca le resolvió.
Las autoridades ordenan una y otra vez despejar el área y recalcan que está prohibido estacionarse ahí, según ellos por más de una razón. Amenazan, multan, persiguen, llegan con guaguas, decomisan mercancías y cargan con muchos para las estaciones de policía. Pero la realidad es que cada mañana coinciden otra vez cientos de vendedores en la misma calle, con sus historias de vidas y sus esperanzas, con sus propias razones legales y sin legalizar. Seres que insisten cada día en una sobrevivencia a prueba de todo, que no saben lo que es sábado o domingo. Algunos desde muy temprano y hasta cualquier hora, con la suspicacia que le ha dado la calle para identificar las fechas en que deben cuidarse más de la policía.
La tristeza que provoca este post no viene de golpe sino, que va emergiendo entre líneas, como el mismo texto. Es el retrato de una sociedad que ha naturalizado la disfuncionalidad. La resignación de las víctimas de este descalabro ralentizado, resulta aplastante.
Muy bien contado ese viacrucis a lo cubano y en estos tiempos.