Los que paguen el precio

Texto y Fotos por Néster Núñez (La Joven Cuba)

HAVANA TIMES – Aunque me torturaran, nunca podré decir la cantidad de veces exacta que viajé en los trenes sin pasajes. No lo hacía por maldad juvenil innata ni por carecer de los siete pesos que costaba el ticket a Santa Clara, sino porque comprarlo te consumía horas de vida en una cola tumultuaria y peligrosa donde tenías que poner en práctica toda tu resistencia física y emocional: gritar, fajarte, recuperar la calma y la presión arterial, para salir airoso.

A mí se me daba más fácil escabullirme hacia los andenes, esperar a que la ferromoza mirara hacia otro lado, escurrirme por una puerta cualquiera y ya arriba y con el tren en marcha, evitar a los policías e inspectores. Era un tipo de adrenalina más auténtica y satisfactoria. En última instancia, si eras sorprendido, tendrías que pagar el pasaje doble: catorce, casi quince pesos. Y la multa extra, veinte. Yo hacía quinientos a la semana con unos tabacos que compraba en Cabaiguán y revendía en Matanzas.

Regli, Yackelín, Liudmila, la Yula, la gente de Colón y de JagUey Grande estudiábamos Derecho, Psicología o algunas ingenierías en la universidad de Santa Clara. Viajar fue parte de nuestras vidas durante al menos cinco años. Viajar, rompernos por el camino, estar horas tirados al borde de la carretera oscura, pasar sed y hambre… Alguna que otra vez cada cual, seguramente, se planteó la posibilidad de dejar la carrera, pero nos recompusimos y seguimos adelante. Nos movía, más que todo, la esperanza, la idea de un mejor futuro, o quizá la inercia que arrastrábamos desde los años 80. Lo cierto es que no nos bajamos del tren, aunque, para decir la verdad, algunos preferían la guagua. Yo no. En las guaguas siempre me he sentido con la libertad coartada.

Hoy es una de las tantas veces que regreso a la ciudad donde me nació un hijo, la ciudad que me premió un libro y donde aún viven grandes amistades. Una de ellas, sabiendo la aversión que mantengo con toda lo relacionado a los trámites, desde la comodidad de su casa pagó mi reserva en la app Viajando. Costó 57 pesos, el 1.8% del salario promedio que reciben los cubanos.

Así que estoy en la terminal de ómnibus de Matanzas. Desde lejos, su estructura sigue viéndose hermosa. Dentro, te encuentras las paredes llenas de humedad, los espacios cerrados al público y el baño, cuyo mal olor es legendario desde hace, al menos, tres décadas. Los asientos son de metal, un poco más modernos. Disfruto en específico uno de los carteles del mural: «Los enemigos no nos van a aguar la fiesta porque los transportistas no se lo vamos a permitir». Poco más arriba, una foto desteñida de Fidel Castro añade un toque de absurdo a lo que de por sí ya no se entendía.

La Yutong cumplió siete años, camina bien y tiene aire acondicionado. Se batuquea un poco, pero es culpa de los constantes baches de la Carretera Central. Pese a ser invierno, el marabú de los campos conserva su verde. Los guajiros habrán recogido temprano sus vacas, porque no veo ninguna.

Después de Jovellanos hay un buen sembrado de mangos y luego unas casas de cultivo tapado. Las cañas están firmes, parecen mochos de lápices con las puntas pasadas por las muelas de algún niño impaciente. Caigo en la cuenta de que no he escuchado nada de la zafra.

Antes de Colón comienza a manifestarse el efecto de viajar en guagua: estoy incómodo y la espalda me duele.  Me llaman al móvil. Es Erick, un estudiante de periodismo en la Universidad de La Habana a quien admiro, entre otras cosas, porque vive de la literatura: compra libros, los lee y después los revende. Pregunta cuándo puede ir a mi casa a revisar mi biblioteca a ver si hay algo que le interese. Tengo joyitas, le aseguro. Pasa en un par de días que ahora voy rumbo a Santa Clara.

Erick me da la mala noticia de la forma más amable: Acaban de subir el precio a los pasajes. Desde La Habana —el punto de partida tomado como referencia— hasta Santa Clara 275 pesos. Decir «mala noticia» es un eufemismo cobarde.  Lo que siento es una puñalada por la espalda, y que la sangre del pueblo corre.  Pienso en Regla, en Yacke, en todos los estudiantes de todos los tiempos, en sus padres, en los trabajadores comunes, en Erick, que ni vendiendo la literatura por sacos…

Termino de escribir porque ningún recuerdo, ninguna crónica y ninguna palabra, ni tan siquiera unas cuantas fotos son dignas del malestar, la desconfianza y la rabia que tales medidas me generan. La carretera central es un gran bache. Las vacas no engordan y, por lo que he visto en el viaje, tampoco habrá mucha azúcar este año.

A partir del primero de febrero los cubanos deberán pagar un precio cinco veces más alto para ver a sus familiares, estudiar, trabajar o pasear fuera de su provincia. Los salarios siguen igual, pero la desconfianza y el descontento de la ciudadanía crece. Si las cosas siguen como van, cada vez me convenzo más de que, a la corta o a la larga, serán esos que desde arriba deciden sin contar con los de abajo, los que paguen el precio.

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