La historia de la escasez en Cuba a través de una carnicería
Un cartel advierte «frío roto», aunque ya poco importa porque no queda ni un gramo de carne en ninguna parte
Por Juan Diego Rodríguez (14ymedio)
HAVANA TIMES – Desde que el camión dobla la esquina los vecinos se alertan de que llegó algo a la carnicería. En pocos minutos la cola frente a la puerta del local crece y alcanza la mitad de la cuadra. No solo el desespero por echar un trozo de pollo o un poco de picadillo en el caldero imprime velocidad a la gente, sino también la rotura del aparato de refrigeración del comercio. «Si no lo compras hoy se echa a perder», resume una vecina.
La carnicería, ubicada en El Vedado, conserva parte de un diseño que se extendió por la capital cubana. Azulejos blancos en las paredes, mostrador ancho y reja plegable a la entrada que permite al que pasa ver todo el interior aunque el local esté cerrado al público. El conjunto original incluía también grandes refrigeradores y una caja contadora enorme que era la delicia de los niños por sus múltiples ruidos metálicos al abrirse y cerrarse. De aquel estilo apenas quedan jirones, fragmentos del antiguo esplendor y los recuerdos de los más viejos.
«Allí Marquito tenía un tronco sobre el que cortaba las piezas más grandes», señala un anciano hacia una esquina y en referencia al carnicero que por décadas administró el negocio. «De ese tubo colgaban los ganchos donde se ponían las piernas, los lomos y allí en aquella zona se exhibían las butifarras, los chorizos y las morcillas».
«A mi mamá no le gustaba comprar picadillo porque decía que era comida de pobre. Si resucita ahora se vuelve a morir»
Cuesta imaginar esos detalles en medio de la destrucción que impera en el comercio. «A mi mamá no le gustaba comprar picadillo porque decía que era comida de pobre. Si resucita ahora se vuelve a morir», dictamina.
En una meseta de mármol gris, donde antes «se ponían los bisteces recién cortados para pesarlos y entregarlos envueltos en papel cartucho al cliente», se ve ahora un retrato deslucido de Ernesto Guevara. A su lado, una diminuta bandera cubana tiene las franjas ya grises del hollín que entra de la calle y las cagadas de moscas salpican toda su estrella. En un par de sillas cercanas, el actual carnicero y algún amigo pasan las horas en que no hay nada que vender en el local, que son, en estos tiempos, la mayoría.
El gato que una vez habitó en el lugar se fue en busca de un sitio con más oportunidades de proveerle algo de comer. «Ese estaba pasando más trabajo que un ratón en una ferretería», ironiza otra de las clientes que aguarda en la cola. «Cuando yo era niña mi abuela me traía a comprar y hasta se podía elegir si uno iba a llevar carne de primera o si prefería falda», evoca. «En mi casa nos gustaba mucho el tasajo y lo conseguíamos aquí», dice y se relame.
Pocas horas después, la cola se termina. El menguado suministro de mortadella, solo para enfermos crónicos y niños pequeños, se agota. El carnicero vuelve a bajar la reja y ajusta el cartel en el que se advierte «frío roto», aunque ya poco importa porque no queda ni un gramo de carne en ninguna parte. La tablilla donde se anuncian los productos está completamente vacía.