Hinchado de vientos pendientes
Texto y Photos por Néster Núñez (Joven Cuba)
HAVANA TIMES – Atardece y estás —pongamos por caso— en el Muelle Real de Cienfuegos, en el malecón de La Habana, de Matanzas o de Santiago. Lo tuyo es contemplar la puesta del sol hoy sábado que no tuviste trabajo. Hoy sábado que fuiste a visitar a tus padres y, de regreso a casa, te regalaste esos quince o veinte minutos solo para ti.
— A los niños no les pasará nada —te dices para no sentirte culpable. Dejaste la comida hecha y ya hicieron las tareas de la escuela—. Cuando regrese les digo que se bañen. No estoy haciendo nada malo…
El mar y la bella vista logran relajarte. Sientes deseos de tomar algo, pero llegar a la casa con olor a cerveza sería un problema mayor que la tardanza. Cierras los ojos y escuchas hasta el aleteo en pleno vuelo de una gaviota que pasa. El aire puro te llena los pulmones y te recuerda la voz de tu abuela cuando te cantaba «la pájara pinta posada en su verde limón. Con el pico recoge la rama, con la rama cortaba una flor». Una flor que en tu mente siempre fue blanca. Después, otra canción sale desde no sabes de qué parte recóndita de tu cerebro. No sabes cuándo la oíste ni por qué la memorizaste: «Mañana partirán las despedidas hacia los lugares transparentes, y yo quedaré como un paracaídas hinchado de vientos pendientes».
Los muchachos llegan desinhibidos, frescos, saludables. Se desnudan hasta la cintura y se lanzan al agua con esa espontaneidad tan adolescente, tan falta de ansiedades y de esquemas mentales. Son cuerpos que necesitan agua, refrescar, divertirse, cansarse. Saltan desde los lugares más altos. Se adentran en el mar a nado. Se persiguen y ríen como si no hubiera un mañana, como si la vida estuviese transcurriendo ahora mismo y no antes ni después, sino justo ahora. Se ve que no tienen grandes preocupaciones.
Tus hijos estarán jugando pelota o fútbol en la calle. Imaginas el sudor en sus caras, el churre en sus manos, sus gritos, la pasión que le ponen a todo, la bronca cuando pierden un partido o no batean el jonrón que el equipo necesitaba. Si estuvieras, desde hace rato habrían entrado a bañarse. Si estuvieras en casa y no en el malecón o en el muelle regalándote esos minutos, no te darías cuenta de que alguna vez tú vivías del mismo modo apasionado. No te darías cuenta de que has venido reprimiendo durante muchos años los deseos de jugar con ellos y reír también, como en tu niñez, porque se supone que los adultos son responsables, comedidos, y esas necesidades son secundarias, descartables. Demasiados años entrenando para no mostrarte, para cumplir las expectativas de otros.
Es el sol en el horizonte, es que te despeina el aire o que alguien pasa y se queda mirándote unos segundos con ojos color del mar cuando atardece… Es que un muchacho salta al agua cerca de ti y te salpican las gotas y en lugar de molestarte o de secarte con una toallita húmeda, pasas la lengua por las partes húmedas. De inmediato, el sabor salado te recuerda tu primer noviazgo, tu primer beso en la playa. Te recuerda la vez que soltaste el timón de la bici a toda velocidad, loma abajo. La vez que hiciste el amor rapidísimo, intensísimo, en la oscuridad de un callejón cualquiera después de la fiesta. Son pasajes que te afligen.
«Siento que mi trazo hasta hoy hace un largo camino de miel. Por qué duele mirar el reloj cuando dice lo tarde que es». La canción desconocida tiene ese estribillo triste. El tiempo no pasa igual para los muchachos, que ahora cantan a pleno pulmón un regguetón machista. Piensas otra vez en comprarte la dichosa cerveza. Sabor a agua de mar en tu boca.
Infeliz no eres. Amas a la familia que fundaste, solo que ya no haces cosas que creías importantes. Hasta de ti las ocultas para evitar el conflicto. «Eso es convertirse en adulto», te dijeron y luego, que no afinabas bien y que tu voz era un poco molesta, por lo que ya no cantas ni en la ducha. Total, puedes prescindir de eso y de lo otro y de lo otro. Quizás lo hagas cuando los niños crezcan.
Es la hora azul: el crepúsculo. Los muchachos se visten para regresar a sus casas. Tú también echas a andar. El cielo se ha nublado. Si toda la lluvia cayera de pronto no te esconderías bajo un portal ni tomarías un taxi: seguirías caminando. «Con el pico recoge la rama, con la rama alcanza la flor. Ay, dios, ¿cuándo vendrá mi amor?» Sabes que se trata de amor propio. Hace rato estás deseando bañarte sin ropas en un aguacero, en el patio de tu casa, donde solo tu familia puede verte. Que los niños esperen, si tienen hambre. Que se sumen, si quieren. Que se rían todos compartiendo esa especie de locura que últimamente te ha dado.