Escrito a mano al pie de una página arrancada a un poemario

Por Néster Núñez (Joven Cuba)

HAVANA TIMES – Ando sin cámara por la ciudad, que es como decir que me siento incompleto, porque mis recuerdos morirán más pronto que tarde, quizá mañana mismo antes de abrir los ojos en mi cama. La luz de hoy sobre los adoquines matizados de flores amarillas que cayeron para ser vistas, porque miramos al frente, resueltos en nuestro objetivo del día más que hacia arriba; y el color de los helados de naranja o de fresa contra la floresta verde del parque; y la sonrisa de esa mujer que tomada del brazo de su hija adolescente pasa sonriendo junto a las caras largas de los que esperan y esperan por el imposible que es sacar dinero de donde ya no hay. Todo merecía ser convertido en fotos y no quedarse solo en estas palabras.

Las palabras, de tanto mal usarse por un bando y por el otro, han ido perdiendo las alas, me digo. Hay un pájaro negro en la ceiba de la rueda que no regresó al amanecer con su bandada al monte. Hay un hombre que dormita en un banco con las piernas estiradas. Hay el olor de las hamburguesas de 300 y del café de 20 pesos que llega desde distintos lugares. Y entonces esta señora que extiende su brazo flaco, su cara flaca, su nariz que no percibe las señales del peligro (cuidado, podrías ser rechazada, ignorada, criticada) solicita a otra mujer no mucho más gorda cualquier tipo de ayuda. Y esta le da un billete. Y la otra arranca de un libro una hoja y se la entrega. La que dio el billete sale del intercambio ganando. Lee en voz alta:

–De miel tienes los ojos, de almíbar los labios.

Esa metáfora dulce, la sinestesia que hoy le permitirá llevarse un plato amargo de comida al estómago –nunca una hamburguesa de 300 ni el café de 20, porque le aviva la úlcera– está escrita a mano en el espacio en blanco al pie de página, con tinta azul de bolígrafo y perfecta ortografía. 

La mujer flaca que era dueña y se desprendió con desenfado de tales palabras vive en la calle Cuba, pero a pasos inseguros se aleja en dirección contraria, como si dudara, hasta detenerse sobre un par de adoquines amarillos y marchitos. Después mira unos segundos la rama que dejó caer sus flores, y regresa. Sus ojos tienen esa neblina de la edad, ese azul grisáceo de las cataratas.

–En una gaveta de latón bajo pinceles, discos y tabletas para conciliar el sueño hay un papel con mi supuesta propiedad de un studebaker color vino que hoy navega por la 5ta Avenida es decir viaja en el tiempo. 

Así está impreso con tinta industrial sobre la tinta azul, en la hoja que recibió la señora del billete, que no viajará a ningún lugar, por cierto. Como ese auto americano en específico, nacido y llamado Studebaker antes de 1960, esa señora es una nueva Frankenstein, dando lucha aún, circulando con su carrocería original, pero con piezas europeas dentro, o chinas, o hasta soviéticas. Cualquier cosa por no ir todavía al desguace. 

Hay Feria del Libro en la ciudad. Sigfredo Ariel es el autor del poema que habla del viaje imposible en el tiempo, como lo deseaba Stephen Hawking, aquel de mente gigante dentro de un cuerpo deforme. Ninguno de los dos está más. Murieron. Sin embargo, sus palabras permanecen. Las palabras y el idioma no tienen la culpa de lo que nos sucede.

Otra mujer que no retrato descansa en su cama. Le faltan tres metros de intestinos después de aquel dolor abdominal que le dobló la voluntad una tarde de la semana pasada. Voy a su casa a regalarle una foto impresa que le hice. Es como llevarle un poema. No sé si lo entienda, si le guste mirarse en ese espejo.

Esa mujer de 76 años vive en Cuba, en Matanzas, en el barrio llamado Ojo de Agua, en un pasillo, en un cuartico de paredes descascaradas, como la aguja que está en el huevo, dentro del pato, en una cabaña de madera, en un bosque, y así sucesivamente. Pero ella está doblada sobre sí misma y rodeada por otras mujeres que han venido a ayudar como pueden. Una trae un litro y medio de yogurt. La otra un caldo donde flota un muslo de pollo y pedacitos de malanga. Una tercera saca con cuidado la ropa de cama para lavarla cuando venga el agua y la corriente. La cuarta le acaricia la mano para que la vieja no siga diciendo que le duele, que venga Dios y ya me lleve. Hubiera hecho una foto a esas manos, nunca a las caras, ni al sonido del lamento. Los niños a jugar afuera, bien lejos, ha sido la orden, el único grito de la matriarca del pasillo, donde por ahora no hay hombres fijos. Ellas han aprendido a cuidarse y a tenerse.

Las cuatro escritoras se sentaron a beber vino en el banco donde estiraba las piernas un hombre mientras dormitaba más cómodo que ellas, porque no han inventado aquí un banco en forma de C donde todas se vean las caras sin tener que reclinarse las dos de las orillas mientras las otras permanecen con las espaldas rectas. El vino era de arroz, hecho en casa por la madre de una amiguita de la escuela de la escritora de ciencia ficción, que cuenta cómo su abuelita es cuidada cada día desde hace diez años por un robot que lo hace a la perfección sin tener que pagarle, y al final de la historia descubres que el robot es la hija de la abuelita, la madre de la escritora, y que no es un robot, por supuesto, aunque no le pagan por cuidadora porque se supone lo hace por amor y porque simplemente le toca.

La segunda escritora se ríe. Por qué no reír, si lo merece. Por qué no escribir, si también ella es dueña de miles de palabras que puede usar a su favor, que de cierta forma es bello el tizne del carbón bajo las uñas, o que el maldito perfume de petróleo en su pelo le concede la malignidad que le faltaba, la valentía de camionera en autopista que mira en el bar de tú a tú a los hombres y después confiesa que es poetisa. Buena suerte en su dilema al que se sienta capaz de acusarla de romantizar la miseria de los días, si mira la libertad ahí enfrente convertida en estatua, con las tetas de bronce para que todos la vean. Sin miel en los ojos. Sin labios de azúcar derretida. Pero rompió las cadenas.

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