Erick, el acróbata del Malecón

Ernesto Perez Chang

Foto: Angel Yu

HAVANA TIMES, 3 marzo — Cada vez que El Vedado se inunda, la casa de Erick queda parcialmente bajo las aguas.

Eso ha sucedido casi todos los años, de modo que la perpetuidad del ciclo siniestro pronto lo arrojará a una vida azarosa a la intemperie o, en el mejor de los casos, a una “cuartería de tránsito” de la que pocos logran salir.

Ha visto el futuro de su familia en el destino de otros vecinos y puede comprender que poco a poco la roca húmeda y salitrosa de los muros se quebrará bajo el sol.

Han cedido ya el estuque de las paredes y algunas vigas del techo y las bovedillas de la sala, corroídas por los años, han desaparecido; los hierros de las ventanas ahora son simplemente una fina lámina de óxido que en vez de cristales sostienen trozos de tablas o cartones.

Con los días contados y nada que hacer

Los días de la casa están contados y su madre se amarga cada hora que pasa mientras piensa en un milagro más que en una solución.  Ella trabaja por las mañanas en una fábrica de tabacos y por las tardes limpia la casa de un matrimonio sueco; aunque lo que gana le alcanza para comer lo necesario, no sobra el dinero para las reparaciones tan urgentes.

Erick, el hijo mayor, sólo tiene catorce años y está harto de oírla recitar la sarta de carencias.  Él y sus dos hermanos la escuchan pelear “por cualquier bobería.” me dice.  Se da cuenta de lo que sucede pero no sé si reconoce que el enfado de la madre no proviene de un supuesto desamor sino de la frustración por la imposibilidad de ofrecerles un poco de bienestar, pero Erick no puede hacer otra cosa que aliviarla —piensa él— con su ausencia hasta que cae la noche y con los dólares que, en una buena jornada de acrobacias en el Malecón, logra sacarle a un turista o a un espectador entusiasmado.

Aunque dice que estudia en una escuela tecnológica, yo sé que miente con ese discursillo cotidiano que ha preparado para distraer a la madre o para convencer al policía que lo detiene preocupado por su destino o para aquel otro despiadado que busca la parte que le corresponde a cambio de su “tolerancia.”

Pero en verdad Erick no pide nada a quienes lo contemplan haciendo sus acrobacias.  Lo avergüenza hacerlo.  Me dice que no es como otros, y con orgullo se compara, se distingue, y rápido, entre salto y salto, me narra algunas anécdotas para ratificar su estirpe noble.  Disfruta de su ejercicio.

Sólo hace el espectáculo que disfruta y que han ensayado él y otros muchachos del barrio todos los días durante casi cinco años.  Esperan sus turnos, uno a uno hacen sus piruetas en el aire y entran al agua como peces.

Foto: Noelia Gonzalez Casiano

Los que estamos en el público tiramos fotos y aplaudimos la osadía de echarse peligrosamente casi sobre el arrecife.  Han aprendido a esperar la ola, a calcular el nivel de acrobacia y la distancia del salto desde el muro o desde la roca.

No hay mucha profundidad y las aguas no son las mejores.  A pocos metros desaguan las cloacas de una parte de la urbe.  El río Almendares vierte su caldo verde y muerto a sólo unos pasos de ellos, como quien dice.   Esto último lo ignoran y por eso desprecian las advertencias de algunos.  Erick hace una mueca de burla y hunde los hombros para mostrarse indiferente, se ríe cuando le digo que puede enfermar.

Ahora le toca el turno y corre a plantarse sobre una de las cubillas del muro, se alista para la envestida, mira la ola con fijeza, no importan los ruidos de los otros que saben que ese, desde allí, es el más aventurado de los saltos; Erick flexiona las piernas, alza los brazos y se lanza cuando la espuma apenas toca el muro y él sabe irse con ella a lo profundo.  Dos, tres, cuatro segundos y emerge risueño a cobrar los aplausos y con ellos algunas monedas llegan a sus manos.

Erick regresa a donde estoy.  He tirado algunas fotos y quiere verse en el salto.  Le digo que lo hizo muy bien y él se voltea hacia la cubilla en donde un muchachito de unos doce años se dispone a imitarlo.  Le instruye a gritos, le advierte que vigile la ola y que salte en cuanto rompa.  Es la primera vez que el niño lo intenta y no quiero mirar.  Puede ser una caída mortal.

Otro muchacho dió la vida por $10

Erick me cuenta que la semana anterior, porque buscaba ganarse los diez dólares que uno de los espectadores le había prometido, un novato se abrió la cabeza  contra el arrecife.  Él mismo lo sacó del agua, estaba muerto, era un niño.

Mientras hablamos, un fotógrafo viene a saludarlo.  Habla con Erick y le da cinco dólares para que vuelva a repetir su acto.  Él no acepta y le devuelve el dinero.  Cuando regresa a donde estoy le pregunto por qué lo ha rechazado.  Me responde que sólo salta cuando quiere, si no las cosas le salen mal, además, había visto a ese mismo hombre el día que sacó al niño del agua.

Todos habían corrido a ayudar menos aquel que imperturbable solo tiraba fotos en medio de la tragedia.  No le caía bien.  Erick lo miraba con desprecio.  Le hacía señas a un muchachito delgaducho para que no aceptara la oferta que le hacía el fotógrafo.  Fue en vano.  No todos están en condición de negarse.

“Yo, al menos, puedo comer.” me dice mientras mira de reojo al niño que se dispone a saltar para el fotógrafo.  Todo fue bien.

Como ya era tarde me despido de Erick.  Me pide que le vuelva a mostrar las fotos del salto.  Lo hago y le prometo que le imprimiré aquella que más le gusta.

Lo entusiasma mi promesa de volver al otro día, entonces me da la mano y me dice: “¿sabes qué es lo que más me gusta de saltar al agua? Que no siento nada mientras caigo, que no oigo nada mientras me hundo y que se me olvida todo.”

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