El fantasma de los cien mil pesos
No es un problema único de Matanzas: el fantasma de la destrucción recorre Cuba. Destrucción física y espiritual del patrimonio de la nación.
HAVANA TIMES – Aquí, donde hay un parque, algunos todavía vemos el “Edificio de los Cien Mil Pesos”; un palacete que, apenas cruzas el puente de La Concordia, viniendo desde La Habana, da la bienvenida al centro de la ciudad de Matanzas. Solo que ahora es un edificio fantasma. Terminó de fallecer —vencido por el tiempo, la falta de interés y de dinero— hace quince años.
Los niños que juegan allí con sus bicis, sus carriolas y sus trompos, nunca vieron el espacioso portalón, sus arcos de cuatro metros de altura, sus diez esbeltas columnas ni la escalera de mármol blanco que conducía al segundo piso. Para ellos, lo que siempre ha existido son unos bancos de cemento donde casi nadie se sienta, una fuente fea y disfuncional y la sombra de los árboles. Antes del parque hubo ruinas en peligro de derrumbe y vertedero, así que no está tan mal, supongo.
Hacia una de las esquinas, la bandera cubana ondea con la brisa que proviene del mar cercano, feliz de escuchar las voces infantiles. A ratos, sin embargo, cae sobre el asta, como melancólica y dolida —recordando tal vez que la conservación del patrimonio cultural de la nación es (¿era?) una obligación del Estado cubano—, porque esta pieza arquitectónica no se pudo salvar, como tantas otras.
El edificio, hito del neoclasicismo matancero, fue concebido originalmente para vivienda, y sus propietarios lo convirtieron en hotel hacia la segunda mitad del siglo XIX. En 1920 adquirió el nombre por el que todavía se le recuerda, pues en sus portales se vendió un billete de la lotería nacional por valor de cien mil pesos, toda una fortuna para la época.
Como estamos hablando de identidad y de memoria colectiva, es bueno recordar que antes de la tarea reordenamiento, cuando el CUC estaba a 25 pesos, con 100 000 CUP todavía se resolvía algo: una familia de cuatro personas garantizaba la comida de un año, o se compraba un Fiat polaco —o un almendrón con motor de gasolina— para garantizar una entrada estable alquilándolo de taxi a los de mejores recursos.
En los tiempos actuales, esa cantidad apenas alcanza para comprar un saco de frijoles negros, una ristra de ajo y una de cebolla, más unas libras de carne de cerdo. Quizás dé para una olla eléctrica de presión que sustituya aquella que nos vendieron hace casi 20 años, cuando la «revolución energética». Claro, tendrías que ponerte de suerte y no comprarla a un particular que la importe o la revenda, sino en una tienda estatal, en MLC, luego de cambiar la moneda en el mercado negro.
Cuando dejó de funcionar como hotel, el edificio se convirtió en ciudadela. Curiosamente, ocurrió antes de 1959. Las transformaciones realizadas para tal fin, el intenso uso doméstico, la falta de mantenimiento y las inclemencias del tiempo aceleraron su deterioro. Con los años, la acción depredadora de vecinos necesitados y probablemente desconocedores del valor patrimonial, acabó con la carpintería, la herrería, las losas de mármol de los pisos, los ladrillos y muchos otros elementos decorativos interiores. Hacia el año 2000 ya se habían producido significativos derrumbes.
Como estamos hablando de sentido de pertenencia y de cosas que no debían suceder, pero suceden, les cuento esta anécdota. En el 2005, después de haber sido periodista en la televisión provincial, pasé a ser un bicitaxista.
Una vez, a las 3 am, después de un concierto de Los Van Van, una pareja me pidió que los llevara hasta el puente de Versalles. Acordamos que serían 40 pesos, que cuando aquello significaban algo. Después de un buen rato sudando y dando pedales, llegamos al destino solicitado.
La muchacha se bajó del bicitaxi y entró en el edificio de los cien mil, mientras él rebuscaba en su cartera, de donde sacó un único billete de 20. «Subo y te traigo lo que falta, espera», dijo y volvió a guardarlo. Y yo que no, que con esos 20 bastaba. Pero él se hizo el ofendido por mi falta de confianza e insistió en que pagaría lo acordado. Siguió los pasos de su novia, escaleras de mármol blanco arriba y yo, que ya me sabía el truco, subí tras él.
En medio de la oscuridad y los muros derrumbados, apenas logré ver dónde se había metido. Un perro comenzó a ladrar y yo a asustarme. Si me caía al vertedero de abajo o me daban un mal golpe, no me encontrarían tan fácil. Además, había dejado el bicitaxi abajo, sin candado. Así que grité un par de improperios lo más sucios posibles y, como la ira no se aplacaba, cogí y lancé contra la puerta un par de mitades de buenos ladrillos.
Después corrí. Después pedaleé, con mi alma trémula y sola, pensando no en 40 ni en cien mil pesos, sino en el orgullo tocado y en el mejoramiento humano.
La situación del edificio que aún hoy permanece en mi memoria, lejos de mejorar, se complicaba. En ausencia de otras fuentes de financiación, se manejó la idea de convertirlo —no en una institución útil al pueblo matancero— en un centro comercial de la Cadena de Tiendas TRD Caribe. Las acciones nunca se llevaron a cabo y en 2009, tras otros derrumbes parciales, acabó siendo demolido. Luego vino este parque hermoso, cuya fuente los matanceros detestamos.
De quién fue el diseño, quién lo aprobó y lo financió, es una información que desconozco. Pero bien, ya estamos acostumbrados. Algo similar ocurrió con otro edificio, «El Elefante Blanco», que también da entrada al centro urbano de la ciudad cuando vienes desde Varadero. A este, antes que se viniera abajo, sí lograron convertirlo en un centro comercial que vende productos en divisas. Nadie más podía hacerse cargo de la restauración, diría alguien.
No es un problema único de Matanzas: el fantasma de la destrucción recorre Cuba. Destrucción física y espiritual del patrimonio de la nación. Edificaciones que atesoran invaluable valor cultural están siendo convertidos en bares y discotecas, pues son de los pocos negocios que garantizan la más rápida recuperación del capital invertido, y ni así hay garantía o confianza. Es la maldición del bloqueo, y de ser pobres, diría alguien. Cuando se vengan totalmente abajo los próximos edificios, el municipio solo podrá pagar la construcción de nuevos parques.