El éxodo de Cuba ha alimentado el mercado de segundo
«Todo el mundo está en lo mismo, vendiendo las cosas de los familiares que emigraron de la Isla.»
Por Natalia López Moya (14ymedio)
HAVANA TIMES – Llegan desde temprano, algunos extienden una manta pero otros simplemente usan los escalones de acceso al edificio para colocar sus mercancías. El mercado de segunda mano en la esquina de Loma y Tulipán, en Nuevo Vedado, reúne cada fin de semana a decenas de vecinos de ese barrio de La Habana deseosos de obtener algo de dinero con la venta de ropa de uso y otras pertenencias, en su mayoría dejadas atrás por los que emigraron.
«Tengo zapatos de bebé y de mujer, platos, cubiertos y algunos adornos para la casa», enumera Mirta, 75 años, antigua trabajadora de la radio y actualmente jubilada con una pensión de 1.600 pesos mensuales. «Son cosas que eran de mi hija y de mi nietecito que se fueron en junio con el parole«, explica a 14ymedio. «Pero no he vendido mucho en los tres sábados que he estado viniendo», reconoce.
Pasadas las diez de la mañana, ya apenas se puede dar un paso en las escaleras de acceso al parque frente a dos bloques de concreto, de 20 pisos cada uno. Los edificios se construyeron en una época en que el subsidio soviético permitió el auge del movimiento de microbrigadas que dejó una huella permanente en Nuevo Vedado. Pero de aquellos tiempos solo quedan los enormes inmuebles cada vez más deteriorados.
«Vivo aquí mismo, al doblar, así que solo tengo que caminar un poco y, como llego temprano, elijo un lugar donde mis productos tengan más visibilidad desde la acera», cuenta Mirta. «Lo que más salida tiene ahora mismo son las maletas, las mochilas, los abrigos y los tenis fuertes. Todo lo que pueda servir para hacer la ruta de los volcanes (entre Nicaragua y México, para llegar a EE UU) o irse a otro lugar tiene demanda, pero el resto de las cosas no se mueven mucho».
Los comerciantes comienzan a llegar a las ocho y media de la mañana, cada sábado. «Hay quienes tienen más paciencia y se quedan hasta las dos o las tres de la tarde, pero otros se desesperan y si no venden mucho se van al mediodía», detalla la mujer. «Depende también si viene lluvia o no, si hay apagón o no, porque en los días que no hay electricidad mucha gente baja de los edificios por el calor y eso aumenta la clientela».
«Al principio había que pedir una credencial para vender, pero ahora todo es más flexible, cualquiera que venga le puede pedir a un vecino, maestro de escuela, que es el responsable de organizar esto, que le dé un espacio para poner sus cosas y se lo asigna, incluso hay gente que llega y simplemente busca un hueco vacío y ahí mismo suelta sus mercancías, no hay mucha intriga con eso», añade Mirta.
La credencial, un trozo de cartulina escrita a mano solo tiene el nombre del comerciante y en el tiempo que la mujer ha estado trayendo sus productos al parque «nadie ha pasado a revisarla, ni a comprobar» si la tiene. «Es pura formalidad porque todo el mundo sabe que los que vendemos aquí no vamos a hacernos ricos, esto es para la sobrevivencia diaria, para comer».
Cerca del improvisado punto de venta de la jubilada, Manuel, de 77 años, ha desplegado un tapete colorido de la época en que a través de su trabajo en una entidad cultural visitó Perú con una delegación oficial. El tapiz, en el que se alternan rombos, triángulos y líneas de diferentes tonos, «también se vende», advierte el hombre que conserva su empleo estatal. «De lunes a viernes voy al trabajo y los fines de semana estoy aquí».
Las mercancías de Manuel son muy variopintas. Algunas cachimbas de madera de cuando aún fumaba, antes de que un cáncer de próstata lo pusiera casi al borde de la muerte y lo convenciera de dejar «ciertos malos hábitos», cuenta a este diario. También tiene muchos libros de literatura latinoamericana del boom que por su trabajo fue atesorando durante más de medio siglo. «Hay algunas primeras ediciones, si me compran varios se puede llegar a un arreglo», explica a un joven que se acerca.
Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Juan Gelman son algunos de los nombres que se leen en el dorso de los volúmenes. Justo al lado, una secuencia de material de oficina usado subraya que la de Manuel es la venduta de un intelectual. «El título universitario, las publicaciones académicas y los eventos oficiales me han servido de bien poco porque aquí estoy», lamenta.
Manuel tiene una hija en México pero prefiere no pedirle «ni un centavo». La joven, recién casada y con un hijo pequeño, «ya tiene sus propios problemas, no puede echarse encima mantener, además, a un viejo en Cuba». Así que el hombre remata todo aquello que una vez tuvo algún valor profesional o personal en su vida: «esa fosforera fue un regalo de Nicolás Guillén, este marco con cristal lo usaba para el diploma universitario y aquel marcador de libros me lo dieron en la Biblioteca Nacional por un día del bibliotecario».
Cada pequeña cosa sobre la manta de Manuel tiene una historia, pero prefiere pensar en lo que podría comprar si logra venderlas. «Estoy completando para un cartón de huevos, que ya están a más de 3.000 pesos así que si logro salir de estas botas, unos anillos de mi mujer que están bastante bonitos y este sartén, va y ya me alcanza». Pero pasadas dos horas, apenas ha logrado vender unas agarraderas de cocina y un botón de timbre.
Ya es casi mediodía y sobre los escalones y los muros no cabe una mercancía más en exhibición. En el repleto pulguero hay vestidos, jeans, zapaticos de bebé, chancletas, bolsos de mujer, radios, secadores de pelo, audífonos, cazuelas, adornos y baratijas. «Todo está lavado y limpio», se escucha decir a otra anciana que ve en una pareja que pasa cierto interés por unos pantalones para niño.
«Eran de mi nieto que cuidaba mucho las cosas», añade la mujer que se apresura a contar que «él vive ahora en Sevilla, con sus padres y todo lo que me dejaron aquí es de muy buena calidad, ropa importada y fuerte». La mayoría de la gente que se aproxima solo mira. «Hoy la venta está mala porque ya se corrió la voz de este lugar y cada vez hay más gente vendiendo, esto ya está saturado de productos», lamenta la mujer.
Para pasar el rato, dos vendedores cercanos comparten un poco de café que han traído en un termo, otro le dice a una mujer que ofrece juguetes infantiles y accesorios de costura que le cuide sus mercancías porque tiene que ir al baño. Atada entre dos árboles, una recién colocada cuerda sirve de percha a otra comerciante que tiene camisas de hombre y algunas batas para niñas. «Dale que ya estoy liquidando porque me voy, llévate dos por el precio de una», vocifera, sin mucho éxito.
En el barrio, que una vez fue la zona de residencia de funcionarios, militares y profesionales muy bien posicionados, era impensable hace unos años una candonga de este tipo. «Si la gente de Nuevo Vedado está así, pidiendo el agua por señas y rematando hasta los calzoncillos, qué queda para los de La Timba o Pogolotti», resume la mujer que finalmente logra vender un par de camisetas de futbol «usadas pero casi nuevas».
Otros no han tenido ninguna suerte y cuando ya se acercan las dos de la tarde empiezan a recoger. Mirta lo mete todo en un carrito de compras que le envió su hija. «El próximo sábado vuelvo pero voy a tener que bajar un poco los precios porque veo que todo el mundo está en lo mismo, vendiendo las cosas de los que se fueron».