El Estado nos compra el pescado a menos de un peso la libra
en la calle los particulares pagan más que 200
Muchos pescadores de Manzanillo ya no salen al mar porque «no da la cuenta»
HAVANA TIMES – Mientras habla, a Chucho le gusta «pasarle la mano» al barco con el que sale a pescar. Una costra de sal afea los costados de la embarcación, el casco está remendado con parches de aluminio y no es raro que el motor le falle en alta mar. Es una vida dura y paga poco, pero él y los demás pescadores de Manzanillo, en la provincia de Granma, tienen un lema: «En tierra no nos podemos quedar».
En el mar está la comida, por difícil que sea conseguirla. En la tierra –además de los problemas de vivir en uno de los pueblos más pobres de Cuba– esperan los inspectores, la burocracia pesquera y también los manzanilleros que llegan a la playa en bicicleta, con la esperanza de comprar la mercancía directamente con el pescador.
La compraventa informal o los tratos con los dueños de mipymes son la única manera de sobrevivir, esquivando las redadas de los inspectores. En el negocio con el Estado, explica Chucho, ellos siempre ganan. «El Combinado Pesquero nos paga menos de 2.000 pesos por cada tonelada de peces capturados. Una tonelada son 2.200 libras», calcula. La puñalada es escandalosa: por cada pescado el Estado paga menos de un peso.
«Esto nos obliga a venderle a los particulares, que nos lo compran a 200 pesos la libra. Luego ellos revenden». Hay quien logra cerrar un buen negocio con algún dueño de mipyme, que les compra toda la captura. «Es una buena forma de salir rápido de la mercancía», admite Chucho, pero también exige rapidez y agilidad para entregar el producto. Y a veces, lamenta, los enclenques motores de los botes no los acompañan.
«Hay que tener a toda hora el papeleo bien acotejado, porque en la costa los inspectores ponen multas duras por el tema de los motores, Pero tenemos mucho cuidado». El «tema» de los motores es el talón de Aquiles de la pesca en un país crispado por la obsesión de las autoridades por controlar las salidas «ilegales». Aunque se encuentra en la costa sur, Manzanillo no está exento de rigidez y vigilancia. «Pescamos hasta a ocho kilómetros de la costa», señala Chucho. Ese es el coto oficial, aunque, añade, «los guardafronteras nunca nos han puesto límites».
Sin disimular la pasión por su oficio, Chucho describe su técnica en entrevista con 14ymedio. «Pescamos con las redes que hacemos nosotros mismos. Capturamos machuelos y lisetas, mientras que los pescados más chiquitos caen en la red. Tiramos el hilo y cogemos pejes de hasta 80 o 100 libras. También pescamos serruchos, sierras, colorados y róbalos».
«Aquí hay botes que llevan años sin salir porque los dueños no tienen dinero para arreglarlos»
Chucho habla junto a una franja de playa sobre la cual reposan, entre manglares y palmas, decenas de barcos inutilizados. «Aquí hay botes que llevan años sin salir porque los dueños no tienen dinero para arreglarlos. Estamos enamorados del mar, pero no da la cuenta. Cuando se rompe algo, hay que inventar».
Un guardia cobra 40 pesos a cada pescador, cada mes, por cuidar las embarcaciones. «Es una gente seria», aclara Chucho. La confianza es indispensable y el custodio se la ha ganado con varios años de trabajo. «No tenemos un robo desde hace tiempo y él sabe que tiene su salario seguro».
Pese a las trabas estatales y a las dificultades de la profesión, la pesca beneficia a Manzanillo. En varios establecimientos del pueblo hay carteles que anuncian la venta de jurel a 260 pesos la libra y de colorado, por el mismo precio.
Como desde hace siglos, el oficio también juega con otra carta: la suerte y las mañas del pescador frente al océano. «El mar es muy duro, uno sabe cuando sale, pero nunca se sabe cuando vas a regresar con tu familia, estamos adaptados al real peligro de no regresar», dice Chucho.
Otros llevan la vida trabajando, tienen las manos gastadas por las pitas y el agua salada, y «ni una casita buena han podido levantar» al cabo de tantas décadas, lamenta el pescador. La vida les ha enseñado a no confiar en las promesas de las autoridades. Comer, trabajar para la familia y sobrevivir es la única ley en la costa de Manzanillo.
«Ellos –el Estado– tienen sus flotas, pero nosotros, los ‘pequeños’, tenemos que seguir inventando. Como está la cosa, con un motor que cuesta un ojo de la cara y la magia que hay que hacer con los papeles, a veces preferimos dejar los barcos en tierra y no salir». El cementerio de barcos sobre la playa es el mejor ejemplo de ese abandono final del bote. Tiradas sobre la arena y sin nadie que les «pase la mano», las embarcaciones languidecen como las elegantes mansiones coloniales del centro histórico, convertidas en ruinas por la desidia de las autoridades de una ciudad que tuvo su época de gloria gracias a su puerto.