Bárbara Farrat: una luchadora cubana y el derrumbe

Por Lisbeth Moya González y María Lucía Expósito (Joven Cuba)
HAVANA TIMES – Bárbara dio a luz el 11 de julio de 2004 a un niño. Lo crio entre esas cuatro paredes que apuntaló como pudo una y otra vez. También puso la cuna de su nieto entre esas cuatro paredes, y tostó el maní que salía a vender para dar de comer a los suyos.
Bárbara vio a su hijo partir hacia un interrogatorio policial del que nunca volvió. Colgó una foto del niño en la pared. Le gritó al Estado, a Dios y al universo su deseo. Su hijo regresó y como si de un maleficio se tratase, como si ella fuera el horcón mayor de su casa, bastó con que se sentara a descansar con todos los suyos dentro, para que el techo se viniera abajo.
El derrumbe
El 11 de abril de 2023 amaneció nublado. Era un día húmedo en el que a Bárbara le hubiera gustado despertar con su cafecito y mirar a su nieto dormir a pierna suelta, pero no. Desde el 13 de agosto de 2021, día en que Jonathan Torres Farrat fue detenido por manifestarse en el 11J, ella se despierta a las cinco de la mañana.
Hace un tiempo amanecía pensando en cómo sacar a su hijo de la cárcel. El 25 de mayo de 2022, luego de incontables directas en redes sociales donde exigía que fuese liberado, tras muchos interrogatorios y presiones de los órganos de la seguridad del Estado para que no siguiera denunciando, Bárbara vio entrar a su hijito, que había sido apresado con 17 años.
“Yo lo saqué de la cárcel y ahora tengo que sacarlo del derrumbe. Aquí estaba mi cocinita. Esto nunca estuvo en buenas condiciones, pero era mío. Yo sabía que en cualquier momento se me iba a caer la casa encima. Ese día sentimos traquear las paredes y salimos corriendo. Aquí yo pasé las verdes y las maduras, crie a ese niño desde que era un porroncito. Aquí solo me queda la foto de mi hijo en la pared. Yo la miro y sé que voy a echar pa alante, por él y por mi nieto”.

Desde los catorce años, Bárbara habitó las paredes inexistentes que hoy nos muestra. Caminamos junto a ella entre escombros y nos interrumpe su madre para brindar café. En la parte de abajo del cuartico derrumbado duerme ella con su esposo, su hijo, su madre, su nuera y su nieto. Cuando amanece, debe recostar el colchón a la pared. En ese espacio escasamente ventilado nadie puede dormir la mañana, porque el ritmo de todos debe sincronizarse para poder existir. El colchón se interpone entre el baño y la cocina. Si uno se despierta, el resto debe hacerlo también.

“Si de cosas peores he salido, cómo no voy a salir de esto. Yo no pido tener una casa de placa. No pido que me ayuden a tener algo que no he tenido, solo a levantar estas paredes y un techo sobre mi cabeza. El otro día vinieron unos amigos de mi hijo y le trajeron algunos bloques. Yo estoy eternamente agradecida, porque cada ladrillo de esta casa me va a costar mucho sudor. Mi familia me ha hecho que salga de aquí para recoger los escombros escondidos de mí. Yo no quiero que boten nada, porque mi cuartico era mi mundo. Si he ido tres veces allá arriba es mucho, no quiero mirar cómo está eso”.
A veces teme a subir a lo que fue su espacio. A veces logra olvidarse de que su casa existe, pero entre su intento de evadir, y ella, se interpone la vida. “Este es el verdadero periodo especial, cuando yo era niña la cosa estaba dura, pero debajo de una piedra se sacaba dinero. Ahora, ¿dónde está la piedra? Un litro de aceite está a más de mil pesos y ¿qué voy a comer? ¿aceite? Imagínate entonces, tener que llevar una jaba a prisión. Así hemos estado todas las madres de los presos en Cuba hoy”.

Cuando se le cayó el techo, Bárbara hizo una directa en Facebook que explicita no estar dirigida para sus seguidores habituales, sino para aquellos que dicen que a ella le paga la CIA. Es constante en la retórica de los medios de comunicación estatales de que a quienes disienten en Cuba les paga el gobierno estadounidense. Sin embargo, Bárbara apenas sobrevive y las denuncias en redes sociales se han convertido en una forma de desahogo y justicia para ella.
A Bárbara, un Estado que se dice socialista lo más que le ha dado es una persecución política digna de romper a cualquiera. El barrio de Bárbara es uno de los focos donde mayor violencia de ambas partes se desató el 11J, y no es casual, basta mirar la calzada de 10 de octubre: sus casas a punto de desmayarse, su faz descolorida, el abandono de un Estado que encerró al hijo de Bárbara y a muchos otros a los que en el 11J se les cayó la paciencia.
“Ellos se llevaron a mi hijo y al miedo. Nunca me importó la represión ni las represalias, ni hoy por hoy, cuando les da por sitiarme”, comenta.

Bárbara siente que se empezó a quedar sola desde que se llevaron preso a su hijo. “Gente de la cuadra que lo vio nacer no vino ni a preguntar. Todos se volvieron muy revolucionarios, parece, pero después de eso, gracias a los que llaman “gusanos”, a mí no me ha faltado un medicamento para mi nieto. Sí tuve mucha ayuda mientras Jonathan estaba preso”.
Cuando su hijo salió de la cárcel vino mucha gente a su casa para saber todos los detalles de su liberación. Bárbara jaló a Jonathan hacia dentro, como si temiese que se lo volvieran a quitar, cerró la puerta y desde la ventana les dijo a los vecinos: “De todos ustedes ¿cuántos vinieron a preguntarme si necesitaba algo?, ¿cuántos creyeron que yo realmente lo iba a sacar de prisión? ¿cuántos de ustedes no vinieron a decirme: “Bárbara cállate la boca que protestando solo lo vas a perjudicar a él allí dentro”?”. Luego volvió a abrir la puerta e invitó a pasar a los que en verdad le habían apoyado en el proceso. Todos retrocedieron.
“Adentro de la prisión mi hijo se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo por él. Un buen día hasta el director dejó de llamarlo Torres y todos le decían Farrat. Yo no le contaba que hacía activismo afuera y en una visita me abrazó y me dijo: “Yo no confío en abogados, ni en nadie, pero sí sé que tú me vas a sacar de aquí”. Y lo saqué”.
Jonathan Torres Farrat fue sentenciado a cuatro años de limitación de libertad. Antes del 11J se dedicaba a estudiar. Estaba en onceno grado y se había graduado de soldador. Estuvo 10 meses preso en Jóvenes de Occidente y continúa con una libertad limitada.
Para Bárbara, el 11 de julio siempre va a ser histórico y no solo por la manifestación, sino porque ese día, en 2004, nació su hijo. “Como pobres y como cubanos que somos siempre intentamos que el 11 de julio no pase por alto. Tratamos de comprarle una mudita de ropa y celebrarlo, pero después del 11J su cumpleaños nunca será igual”.
Ser pobre y disidente

Los partidos u organizaciones políticas cuentan con una economía que les sostiene. Quienes les representan asumen como un trabajo esa labor y reciben un sueldo por ello; así sucede con las colectivas u ONGs, pero, en el caso de Cuba, el financiamiento a quienes disienten es considerado un delito y es perseguido. La CIA no le paga a Bárbara, pero para el Estado, el dinero de la diáspora es equivalente al de dicha agencia de inteligencia.
Disentir no es un trabajo. Cuando en Cuba te declaras disidente del sistema político quedas a la intemperie. No será posible laborar con el Estado, e incluso en algunos circuitos económicos privados no tendrás muchas oportunidades, porque, tu sola presencia se convertirá en una forma de chantaje para tu empleador. Las redes de solidaridad de la sociedad civil podrán sostenerte por un tiempo, al menos mientras la euforia te envuelve, pero una vez que pasa el huracán, una vez que tu reclamo está en calma, la prioridad serán otros a los que el poder les aplaste con más fuerza en ese momento o su historia sea más atractiva para los medios de comunicación.
“Cuando mi hijo estaba preso venía mucha gente a visitarme, no paraban de pedirme entrevistas. Ahora que se me cayó el techo encima y Jonathan está libre, han sido muy pocos los que me han llamado. No todo en la vida es el dinero, a veces una necesita decirle a alguien lo sola que está, lo duro que está esto. Agradezco a los que se han interesado. Cada palabra de aliento la siento como si pusieran un ladrillo en estas paredes”.

Bárbara cuenta que, en 2021, cuando empezó a hacer directas en redes sociales sobre la situación de su hijo, fue a verla una trabajadora social que se interesó por la situación de su vivienda. “Ella estaba preocupada porque mi nieto naciera en estas condiciones. El agente Denis, cuando empezó a citarme me dijo que ellos me iban a dar los materiales para arreglar la casa, pero yo no quise ayuda, porque sabía que eso era una forma de comprometerme para callarme. Además, me enteré de que habían hablado con la doctora de la familia para que firmara un papel que dijera que no tenía condiciones para tener a un recién nacido en la casa. Antes de eso a nadie le había importado la situación de mi casa y ahora tampoco”.
En el caso hipotético de que el Estado le diera una casa a Bárbara, sería casi como un intento de diálogo, una muestra de que es posible una Cuba donde quepamos todos, más allá de la identidad política; pero ese país no existe.
Bárbara es una de las tantísimas cubanas a las que el Estado no le ha garantizado una vivienda adecuada. Su condición de disidente la pone en desventaja mayor, pues la ayuda estatal —en el difícil caso que ocurriera— muy probablemente estaría acompañada de condiciones para que cese su activismo político. Tampoco tiene medios propios para enfrentar su situación por sí sola.
La Habana se cae a pedazos. Hay muchas Bárbaras allí. Mujeres que no tienen la atención, ni del Estado ni de los medios de prensa. Familias por las que nadie moverá un dedo: ni el gobierno, ni la oposición. Sería un acto de justicia que Bárbara pueda descansar con un techo sobre su cabeza.