Esperando en la parada

Osmel Almaguer

Plaza en La Habana Vieja. Foto: Caridad

Al concluir el examen de Antropología me dispuse a regresar a casa.  Estaba un poco desanimado, pues me había equivocado en dos de las tres preguntas del temario. Iba pensando en mis respuestas y en todo lo que había estudiando dos meses antes.

Por fin llegué a la parada. Pregunté por “el último” y una joven me contestó: “Creo que soy yo, pero no estoy muy segura, es que hoy me encuentro un poco atolondrada.”

Hoy en día no es usual que alguien te responda con tanta sinceridad. Generalmente te encuentras personas que en vez de ofrecerte su confianza lo que hacen es tratar de violar la tuya, o sea, en lugar de decirte quienes son o cómo se sienten, invaden tu privacidad con preguntas indiscretas o faltas de respeto.

Mientras pensaba en esto la parada quedó en silencio, como si toda la cola escuchara lo que pasaba por mi mente, que el ruido del motor de la guagua interrumpió, poniendo a todos en atención para poder subir, pues siempre hay quienes quieren subir primero que los que están en la cola.

Miré nuevamente a la muchacha y con un gesto de la mano le ofrecí pagar su pasaje, a lo que ella asintió con una sonrisa.

Al subir me di cuenta de que quedaban pocos asientos desocupados. A su lado había uno, pero por temor a parecer impertinente dudé en ocuparlo. La velocidad con la que se seguían ocupando los asientos me hizo reaccionar y me senté por fin junto a ella.

La miré detenidamente y me percaté de su belleza. Tenía el cabello muy negro cayéndole sobre los hombros, sus ojos  eran oscuros, grandes y redondos, pero en nada opacaban la sensualidad de unos labios rojos y carnosos que sobresalían en su rostro de mujer pequeña y delgada.

Durante el viaje conversamos mucho. Me contó que es Licenciada en Defectología, carrera que ejerció durante cinco años, en los que atendió a decenas de niños con defectos físicos. “Es un trabajo muy bello, pero requiere de mucho amor y fuerza de voluntad, pues también es muy difícil, a tal punto que me desestabilizó emocionalmente,” me dijo.

Ahora trabaja como oficinista en el Ministerio del Interior, que es el que controla a la policía, la seguridad del Estado, etc.

Fue tan agradable nuestra conversación que terminamos hablando de nuestros anhelos y problemas.

Ella, de las condiciones de hacinamiento en las que vive con su numerosa familia en un apartamento de Alamar y de las ganas que tiene de tener un hijo.  Yo, de mis incomodidades en el trabajo, de las limitaciones económicas y de mis planes como escritor.

Lo más importante fue que por momentos olvidé mis problemas, o al menos estos me parecieron menos graves e irremediables. Le brindé el teléfono de mi trabajo antes de despedirme. Quizás no me llame y más nunca vuelva a verla, pero sé que la recordaré por mucho tiempo.

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