Entre el dolor y la vergüenza, una muerte digna
María Matienzo Puerto
La celebración de la muerte es traición en otro país: en México o en cualquier otro lugar del mundo. Y aunque nos la pasemos viendo por la TV anuncios como “se celebra el aniversario 50 de la muerte de no se quién,” en Cuba cualquier acercamiento que se tenga a ella resulta doloroso. Por estos días tuve la desgracia, que me tocara las espaldas.
La enfermedad de mi abuela nos tomó a la familia entera por sorpresa. Después de la noticia solo fue cuestión de días. El cáncer ya había llegado lejos, tanto, que era imposible extirparlo.
Así que cada uno lo tomó como pudo o como quiso. Mi tío vendió su móvil para asumir los gastos, mi mamá se mudó para la casa de su madre y el resto terminó acomodándose a la necesidad de la enferma.
Solo quince días nos concedieron para despedirnos. Quince días que bastaron para conocer cómo funcionan las cosas alrededor del infortunio ajeno o propio: cada una de las necesidades de mi abuela se tuvieron que suplir a través de amigos y gestiones de poder.
Y lo de menos fueron la falta de material esterilizado y la incompetencia de algunos enfermeros en el hospital; o que a falta de ambulancias, tuviéramos que llevarla hasta la casa en una silla de ruedas; o que el balón de oxígeno fuera conseguido por el favor de un amigo. Creo que todo eso quedó opacado por la idoneidad del médico que la atendió.
Lo peor vino después
En la funeraria los horarios estaban más que establecidos: debía decirse antes de las once de la mañana si queríamos enterrarla el mismo día porque los taxis que la institución ponía a nuestra disposición (no eran gratis, había que pagarlos) debían saber.
O sea, que el dolor no importaba y es que alrededor de la muerte cubana también se trafica. Lo que sucedía realmente era que los taxistas necesitaban salir antes del horario de trabajo para hacer dinero extra alquilándose por las calles de la ciudad.
Otro tanto pasó con las flores, que pese a nuestras gestiones, nunca aparecieron porque los lunes las floristerías no abren. Aunque este no fue un detalle que nos molestara porque a mi abuela nunca le gustaron las flores.
Al final, con una llamada al Partido Comunista Provincial de una voz con cierta influencia, quedaron algunos detalles solucionados: sobraron el transporte y las atenciones.
Pensé que lo peor que iba a ver era que el chofer del carro fúnebre era el mismo sujeto que se dedica a preparar a los fallecidos, hasta que llegó la hora del entierro y hubo que levantar la caja para entrarla primero a la iglesia y después a la fosa.
Siento pena de contarlo, pero sentimos que el féretro se podía desfondar. Ya había escuchado algunos cuentos al respecto, pero siempre pensé que era invención de los que me habían contado. El dolor quedó sustituido por la vergüenza y aunque la muerte nunca es digna pensamos que mi abuela no se merecía tal espectáculo.
Por suerte no ocurrió, pero las desdichas siempre hacen comparar y al fijarme en el muerto que enterraban al lado me di cuenta que estaba lleno de flores y rodeado de militares.