El demonio en bicicleta.
María Matienzo Puerto
La gente por ahí, por el mundo, pensará que este oficio de escribidora me ha servido solo para llorar mis frustraciones. Y, en buena medida, tienen razón. La escritura es mi manera de exorcizar los demonios, aunque los que les muestre a Havana Times sean o parezcan muy dóciles.
Por ejemplo este demonio mío que me hace escribir este diario, su mayor problema siempre fue haber querido tener una bicicleta, que no pareciera un tractor o un camión. Una bicicleta que yo pudiera montar sin peligro a adquirir una enfermedad por exceso de esfuerzo, que va más allá del ejercicio que implica pedalear.
Y es que las bicicletas que hace una década atrás podía comprar la Cuba de a pie, eran lo más antimodernidad que ojos humanos vieran: casi de hierro puro, así que imagínense el peso, adquiridas, nada más y nada menos, que durante una de nuestras treguas comerciales con los chinos.
Mientras el mundo entero ya gozaba de la destreza de los BMX o de la liviandad de otras marcas de bici, nosotros nos conformábamos con aquellas moles que sirvieron para suplir la necesidad de transporte provocada por la crisis de los noventa.
Pero, pese a que fue más necesidad que lujo no era un producto que pudiéramos adquirir todos. Su distribución no se diferenció de la manera en que en la isla siguen distribuyéndose algunas facilidades del mundo moderno (una TV, una lavadora Aurika, un carro o una casa).
Solo se llegaba a ella por la selección sindical o ideológica que se hacía en cada centro de trabajo. Había que ser un joven destacado o vanguardia; o pertenecer a algún centro de avanzada económica; o ser miembro de alguna de nuestras organizaciones políticas.
Este control sobre el divertimento o la necesidad de recorrer grandes distancias, provocó que la selva o el animal que llevamos dentro, saliera a flote y, además de las muertes por accidente, las de asaltos a mano armada diezmaron a la población. Todos querían tener una bicicleta, por lo que era mejor no salir de noche, no transitar por lugares apartados, o no dar aventones a desconocidos.
Y como este demonio mío que anhelaba la bicicleta era muy pequeño aún, no le tocaba nada, solo pedir que alguien se la prestara para poder dar unas vueltecitas por las calles del barrio.
Con esa frustración fuimos creciendo, con la esperanza de que cuando fuéramos grandes pudiéramos comprarnos la más brillante de las bicicletas que nunca dejaron de estar en las tiendas por divisa. ¡Ah, la ilusión!
Ahora que crecimos tampoco podemos tener una bici. Los precios son prohibitivos. De ochenta y tanto CUC (así se llama la divisa en Cuba) para arriba. Claro, que parecen baratas, pero recuerdo que nosotros debemos dar por cada uno de esos billetes, veinticinco de los nacionales. Entonces mi anhelo (como el de otros tantos demonios por ahí) asciende a unos cuantos miles de pesos.
Por eso me refugio en la escritura, para apaciguar a este demonio mío que no hace otra cosa, que de vez en cuando, hacerme gritar mi desgracia.
Maria, dile a Rachel que pase por Cubalit urgente