Will Inman, un amigo inesperado

Por Emilie Vardaman*

Will Inman, 1976. Fotografía de LaVerne Harrell Clark. Cortesía del Centro de Poesía de la Universidad de Arizona. Copyright Junta de Regents de Arizona.

HAVANA TIMES – Conocí al poeta Will Inman quizás en 1997, en los primeros días del café Quarter Moon, en Bisbee, Arizona donde yo era copropietaria.

Will había venido a Bisbee para realizar una lectura en el café, pero él no tenía automóvil, por lo que un alma amable lo había traído de Tucson [a 150 kilómetros] esa misma tarde.

August Schaffer se aseguró de que tuviera alojamiento para pasar la noche, y como tuve que ir a Tucson al día siguiente, me encargaron llevarlo a casa.

Por algún motivo que no recuerdo, no pude llevar mi propio vehículo, por lo que August dijo que me prestaría su viejo VW de diésel.

Me aparecí temprano para recoger a Will y estaba listo para salir, pero me dijo con cara afligida que tenía hambre y que ni siquiera había tomado una taza de café. A regañadientes abrí el Quarter Moon, preparé una olla con la excelente preparación que se hace en la cafetería y tostamos unos panecillos, untándole queso crema en la parte superior.

Mientras el café terminaba de colarse, me preguntaba de qué podría conversar durante las próximas dos horas con aquel extraño algo descuidado y de cabello blanco. Era bastante mayor que yo, pero eso no era realmente un problema. También era gay, y yo no tenía ningún problema con eso.

Pero el hombre era un poeta. Uno reconocido a nivel nacional. Y eso fue intimidante. Yo no escribo poesía y formo parte del grupo de personas que generalmente no “entiende” la poesía. Eso me dejó un poco aterrada.

Arrancamos en la Carretera 80, con un café entre nuestras piernas y masticando los panes. Subimos por la colina hacia el túnel y, a una milla del centro, Will dijo: “¿Te importaría si abro la ventana un poco? Quizás así el humo proveniente del diésel podría no matarme antes de que lleguemos a Tombstone.”

Me reí y le dije que el olor a diésel siempre me recordaba a Guatemala. De esa manera despegó nuestra conversación.

Will Inman y Lawrence Ferlinghetti, 1979. Fotografía de LaVerne Harrell Clark. Cortesía del Centro de Poesía de la Universidad de Arizona. Copyright Junta de Regentes de Arizona.

Pasamos las siguientes dos horas riéndonos, hablando y compartiendo historias como si fuéramos viejos amigos que no habían tenido la oportunidad de reír o chismorrear en mucho tiempo. Hablamos de nuestras vidas, del pasado, el presente y el futuro mientras avanzábamos hacia la carretera interestatal y luego hacia el lado oeste de Tucson.

Cuando me detuve frente a la casa de Will, lamenté que nuestro tiempo juntos hubiera terminado. Pero no, no terminó ahí, porque me invitó a pasar.

Ni siquiera asombro es la palabra exacta de lo que sentí cuando entré en su sala de estar. Inmediatamente recordé la casa de una mujer con la que había trabajado en la Tucson Urban League unos doce años antes.

Esa mujer había guardado todos sus periódicos, probablemente, durante la última década. Quizás durante más tiempo. Algunas áreas de la casa tenían montones de papeles de tres y cuatro filas de profundidad, y se apilaban casi hasta el techo. Recuerdo el horror que sentí al imaginar que la casa sería un infierno si alguna vez ocurría un incendio.

Will debe haber conocido a esa mujer. Ella debe haber sido su mentora, pues su sala de estar tenía una similitud en los montones de papeles y revistas que guardaba, con el reguero resultante a través de ellas.

Will Inman, William Everson y Michael Gregory en Festival de Poesia de Bisbee en 1981.

La mayor diferencia fue que pude ver el arte de Will en sus pilas de papel. No estaban simplemente amontonadas contra las paredes. Él había creado senderos serpenteantes, y mantuvo las pilas lo suficientemente bajas como para permitir que el sol y la luz entrara en su hogar y le permitiera mantener de alguna forma una vista a su jardín.

Este fue un fuerte contraste para Newspaper Woman cuyos montones de papeles cubrían las ventanas. Ella solo tenía un camino estrecho a través de la sala que iba directo a la cocina. Allí había dejado un acceso a la estufa, al refrigerador y el fregadero, además de una pequeña sección de un mostrador.

Había otro camino hacia la habitación. Aunque esta se encontraba al lado del baño, el acceso estaba cerrado por montones de papeles y uno tenía que retroceder hasta la cocina y seguir un recorrido diferente para llegar allí.

Entonces, en realidad la casa de Will no se parecía. Menos mal.

Usé su baño y lo descargué con una cubeta que estaba al lado del inodoro. Él ponía el agua de la ducha hasta que esta alcanzó la temperatura correcta y usó el agua que caía para el inodoro.

Seguí el rastro desde el baño hasta la cocina que afortunadamente no tenía montones de papel. Allí me entregó un poco de té helado y me invitó al patio trasero que, a diferencia del resto de la casa, parecía atentamente cuidado y arreglado.

Me llevó a través de su jardín y me presentó, en realidad de forma verbal, a cada planta. Me contó un poco sobre cada una, como cuánto tiempo las había tenido y sus hábitos.

Arrancó una hoja verde para que cada uno de nosotros mordisqueara. Me aseguró que estaba llena de minerales pero necesitaba poca agua. Estaba amarga, pero se podía comer.

En algún momento durante la mañana, tal vez tan temprano como al oler el diésel y reírnos juntos, y ciertamente mucho antes de que mordisqueáramos hojas verdes amargas, entendí que este hombre era importante para mí y lo sería por el resto de su vida.

Y lo fue.

Will Inman, 1982. Fotografía de LaVerne Harrell Clark. Cortesía del Centro de Poesía de la Universidad de Arizona. Copyright Junta de Regentes de Arizona.

Cuando me marché, prometimos mantenernos en contacto y nos convertimos en escritores habituales de cartas. Con frecuencia remitía una carta real, pero más a menudo todavía enviaba un poema con una nota garabateada en el reverso. Desearía haberlos conservado todos, aunque aún tengo algunos.

Varios años después, participé en una sesión de seis semanas del Proyecto de Escritura de Arizona, en la Universidad de dicho estado; el dormitorio y las comidas fueron pagadas a través de una subvención. Sabía que Will tenía un grupo de redacción y se reunía semanalmente, así que llamé y pregunté si podía asistir.

Por supuesto, todos en el grupo, excepto yo, eran poetas.

La primera semana no llevé nada. Will leyó un poema suyo sobre un lobo, y me inspiró a escribir algo para la semana siguiente.

Lo leí y obtuve excelentes comentarios de todos, pero Will permaneció en silencio por un tiempo. Todos los ojos se volvieron hacia él, y yo me senté allí esperando nerviosamente sus comentarios.

Finalmente, me miró y simplemente dijo: “Eso es un poema”.

“No, no es. No escribo poesía “.

“Es un poema”, repitió. Luego miró hacia otro lado e hizo que la siguiente persona compartiera su trabajo.

Muchos meses después, saqué mi pieza y la convertí en un poema. Sabía que Will había tenido razón, y solo tuve que reflexionarlo por un tiempo antes de que pudiera cambiar su forma.

Se lo envié y obtuve una respuesta inmediata. Fue la única vez que no me envió un poema, solo un mensaje.

Su nota de una sola línea decía: “Te lo dije”.

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*Soy instructora retirada de una universidad comunitaria donde enseñé Desarrollo del Inglés y de la Lectura, así como Inglés como Segundo Idioma. Ahora también soy autora de un libro infantil bilingüe publicado bajo el título  Luisa the Green Sea Turtle – Luisa, la Tortuga Verde del Mar. Está disponible a través de Amazon, y se encuentra en algunas librerías (¡más y más cada día!).