Un NO rotundo a la maldita impunidad en Nicaragua

Esta vez tiene que ser diferente. No tienen la excusa de una guerra civil para justificar la masacre, ni han podido cometer sus delitos en la oscuridad

Älvaro Gómez de Monimbó, combatio en el Ejercito Popular Sandinista y perdió una pierna. Ahora mataron a su hijo de 23 años. Foto: W. Miranda / Confidencial

“Yo solo quiero saber la verdad de lo que pasó; quiero saber qué pasó con mi muchacho” -Don Álvaro Gómez

Por Silvio Prado  (Confidencial)

HAVANA TIMES – Don Álvaro tiene piel morena de los Masaya, barba rala de varios días, entrecana, y la mirada triste, desolada, la que tienen quienes han perdido lo más preciado de sus vidas. Sobrevive en el exilio; es un damnificado de la impunidad.

Si a algún factor se podría atribuir los males que han asolado a los nicaragüenses a lo largo de nuestra historia, es la impunidad: los delitos sin castigo, los crímenes que cometen los poderosos o los protegidos por ellos, de cuya condena se libran por razones económicas, de abolengo, de política o simplemente por la fuerza. Nuestra historia es un eslabonamiento de impunidades que han grabado a fuego en la cultura política -la dimensión subjetiva de la política- el aforismo de que “el que la hace no la paga”.

Si rascamos un poco en los regímenes autoritarios que hemos padecido encontraremos la impunidad en sus orígenes.  El autoritarismo es un sistema político que se superpone a las instituciones constitucionales, y para ello necesita de la impunidad, tener las garantías de que los atropellos crecientes de las leyes no tendrán ninguna consecuencia. Sobre esta condición construye el nosotros, el grupo de fieles que será su base de apoyo, dispersa en el cuerpo de la sociedad para dominar, controlar o cooptar a quienes no comulguen con sus ideas.

Así la impunidad se erige en la cara inversa de la igualdad ante la ley, el principio sobre el que reposan los derechos y las garantías ciudadanas. Llámese ley del embudo, discrecionalidad o como quiera: la impunidad es la consagración de la desigualdad, la vuelta atrás a la ley de la selva, donde los más fuertes oprimen a los más débiles. Según esta lógica inhumana, los asesinatos del autócrata quedan sin castigo, pero las faltas de quienes se le opongan (de las más leves a las más graves) merecerán penas desorbitadas.

De la impunidad se alimenta el policía que apresa a quien lleve una bandera azul y blanco, roba sus teléfonos, saquea sus viviendas, acosa a los excarcelados y los agrede verbalmente; se alimenta el verdugo que tortura con esmero en las cárceles con las prácticas más sádicas, el medico de El Chipote viola a los presos y el torturador no tiene empacho de comparecer como testigo de cargo en contra de los acusados.

También se alimenta de impunidad el que dispara a mansalva contra personas desarmadas. Vive en la impunidad el criminal que con mira telescópica apuntó sobre la cabeza de Alvarito Conrado, los que prendieron fuego a la casa del barrio Carlos Marx, los que dispararon contra la marcha de las madres, contra Marcelo Mayorga y luego se negaron a auxiliarlo. Gozan de impunidad los que acribillaron la iglesia de la Divina Misericordia y mataron a Gerald Vázquez.

Encarna la impunidad el agente que tolera las agresiones de los sicarios del gobierno y que, más aún, hace gala de ella cuando encubre y participa en los asesinatos selectivos de campesinos desde que estalló la crisis en abril de 2018.

Son la viva imagen de la impunidad los paramilitares que campean a sus anchas en todo el país. Da igual el disfraz que vistan, “combatientes históricos”, ex militares, ex policías, pandilleros a sueldo o batallón de defensa de la “revolución”; todos ellos, rancios vejetes amorales en naftalina o chavalos borrachos de fanatismo, afilan su odio en la impunidad, en la certeza de que el manto del líder los protege, que es carta blanca para seguir asesinando, torturando, oprimiendo.

Bebe de la impunidad el jerarca del orteguismo, el del círculo de hierro, el psicópata que no dudaría un segundo en comerse el corazón que no palpite en favor de sus amos; el que ha amasado enormes fortunas y medra vergonzante a la sombra del caudillo. Chapotean en la impunidad la pareja fatídica y su larga estirpe sangrienta, creyéndose a salvo del imperio de la ley.

Pretenden repetir la senda fatal: los crímenes, las amnistías y la impunidad. Echar a rodar una vez más la rueda de la infamia, que los criminales no solo se libren de pagar sus culpas, sino que además se reciclen en cargos públicos para mayor afrenta de las víctimas y sus familiares. Los entendidos afirman que hasta en 52 ocasiones han sido aprobadas leyes de amnistía para sellar la impunidad de los asesinos.

Pero esta vez tiene que ser diferente. No tienen la excusa de una guerra civil para justificar la masacre, ni han podido cometer sus delitos en la oscuridad.

Poco a poco se ha ido sabiendo que el ex partido revolucionario planificó el exterminio. Dispuso hombres y medios para asesinar a personas desarmadas o, en el mejor de los casos, equipadas con armas rudimentarias. Hoy se sabe que fue un ataque despiadado de profesionales contra aficionados, de militares en activo o en retiro que conocían la técnica de la guerra, en contra del ardor de personas convencidas de que bastaba con ocupar las calles, levantar barricadas y ondear la bandera para derrocar al tirano.

Sin embargo, semejante despliegue de fuerza ha sido ampliamente registrado por miles de cámaras, que han impedido que los poderosos medios de propaganda de la dictadura imponen su propia versión. Es, de lejos, el conflicto nicaragüense mejor documentado de la historia. Las repercusiones son claras: hasta la primera quincena de julio ha habido más de 30 informes de organizaciones nacionales e internacionales sobre la supresión de los derechos humanos en nuestro país. En otras palabras, no ha habido un solo mes que no haya conocido al menos un informe. Además, se puede afirmar sin exagerar que en estos 15 meses no hay foro internacional de prestigio no haya dado una sonora paliza a la dictadura.

Esta vez no puede ser como las anteriores. Tenemos que ser capaces de quebrar la rueda de la impunidad, incluso si a más de uno -encima o debajo de la mesa de negociación- se le ocurriese pactarla disfrazada de reconciliación nacional. No, la única salida que rompa con el pasado empieza por la verdad y su hermana siamesa, la justicia. La impunidad, maldita impunidad, tiene que terminar, y que los culpables paguen sus crímenes para erradicar de una vez la creencia o la tentación de que matar, violar y torturar sale barato.