Un día cualquiera de un cubano cualquiera

Imagen: Brady Izquierdo

Por Jorge Bacallao Guerra (Joven Cuba)

Nueve de la mañana

HAVANA TIMES – Estoy recostado a la cerca de una casa frente a la cola de la tienda MLC. Yo no vengo nunca a estas tiendas, porque son caras y ya no hay nada que sirva, pero anoche, en un grupo de WhatsApp, me llegó el aviso secreto de que iban a sacar cajas de pechuga de pollo rebajadas, porque caducaban pronto. El aviso parece ser que tan secreto no era, porque aquí hay un mar de gente beligerante y explosiva. Yo llegué como a las cuatro de la mañana, y a esa hora fui el tercero. A las cuatro y treintaicinco era el octavo, y a las cinco y diez, el vigesimoprimero.

Cuando al fin organizaron para entrar llegó una señora, que atisbando las caras de la gente de la fila para encontrar al más débil —o sea, al más educado—, se decidió por mí, me desplazó con una cadera voluminosa y me dijo con toda la certeza del mundo que ella iba delante de mí. Traté de argumentar, pero entre que hablo bajito, que soy incapaz de maltratar a una mujer —mayor de edad menos—, y que la cadera de la señora no me dejaba mirarla de frente, no pude imponer respeto. Además, me ofendió y me gritó. Con toda la entereza que pude reunir, le dije que quien más gritaba no era quien tenía la razón. Ella contestó que la razón no le interesaba, que lo que le importaba era alcanzar pechuga.

Sin esperanzas de pechuga y un tin recondenado de la vida, vine a recostarme a la cerca de esta casa, a esperar que pase el tiempo, que suele mejorar las malas situaciones. Se me acaba de acercar otra señora, que en contraste con la anterior es la mar de amable.

—Mijito, ahora ya no tiene arreglo, pero te lo digo para que lo sepas la próxima vez que vengas a hacer cola aquí. Nunca te recuestes a esa cerca, porque el señor que vive ahí, está cansadísimo de que la gente de la cola se le recueste a la cerca, y la unta con grasa gorda.

Una de la tarde

Llego a la primera parada de la 174. Es un parque pequeñito en un cuchillo que hacen dos calles, al pie de un edificio muy grande.

—Buenas tardes, ¿quién es la última persona, por favor?

—¿Para la guagua o para los antecedentes penales? —pregunta a su vez un señor.

—Para la guagua, para la guagua —respondo yo, mientras otro señor se acerca con una importante información.

—Es la misma cola. Una sola hilera de gente, el que vaya para los antecedentes a última hora va a la derecha, y el que se vaya a montar en la 174, coge a la izquierda. Para evitar regueros y confusiones, ¿sabe?

Siento como si se me licuara la masa encefálica e intentara salir por los huecos de las orejas. No respondo, ni siquiera pestañeo. Solamente empiezo a caminar, destino Lawton, con paso lento. El que me vea de espaldas se preguntará qué es esa figura, en forma de cerca, dibujada burdamente en mi pulóver con grasa gorda.

Seis de la tarde

Este es uno de esos momentos en que me pregunto qué hago aquí. ¿Por qué desperdicio mi tiempo cuando podría estar haciendo otras cosas grandiosas en otros lugares? Miro a mi alrededor y veo gente estancada igual que yo, supurando tristeza y desesperanza. ¿Por qué sigo y sigo? ¿Qué me impide irme? Es que ya llevas muchísimo tiempo aquí, me respondo. Sí, pero ¿cuánto más? ¿Y para qué?

A lo mejor dentro de un rato se me pasa, no siempre estoy del mismo ánimo. Pero ahora, en este preciso instante, no tengo la más mínima esperanza de lograr mis objetivos. He visto cómo la gente abandona y se retira. Uno tras otro. Hay quien resiste más, hay quien menos. Algunos conocidos, otros no. En fin, que acabo de decidirme: me voy, ya no aguanto más.

—Mire, señora, quédese detrás del hombre del pantalón azul, que va detrás de la muchacha bajita que fue a su casa, pero dijo que regresa.

Lea más desde Cuba aquí en Havana Times