Sufrimos un ataque de odio en Memphis, Tennessee

HAVANA TIMES – Todo iba bien antes, todo siguió bien después, sin embargo, lo que marcó la tarde fue un insólito ataque de odio, al amparo de la simple impunidad de quien sabe que será inútil la denuncia porque no podrán identificarlo, acompañado del miedo que provoca ese vacío de una explicación ante la impotencia de un daño causado sin un vínculo de causa efecto, mínimamente lógico, entre las víctimas y el criminal.

Acabábamos de salir del Museo Nacional de los Derechos Civiles, ubicado en el antiguo hotel Lorraine, Memphis, la ciudad junto al Mississippi de mis sueños adolescentes, compartiendo aventuras con Tom y Huck, de la mano de Mark Twain.

Habíamos parqueado el guerrillero Honda Civic, veterano de miles de millas, a un costado del edificio en uno de cuyos balcones le dispararon al reverendo Martin Luther King Jr. Me acompañó en este viaje una amiga afronorteamericana, quien ha preferido el anonimato. Su inestimable compañía facilitó la comunicación, dadas mis escasas habilidades auditivas para el inglés, sobre todo la peculiar forma de decir de los afroamericanos, abundantes en esta ciudad junto al anchuroso río, columna vertebral de los Estados Unidos.

Rosa Parks

El museo muestra en gráficos y fotos una síntesis del horror de la esclavitud, combinada con la evidencia incontrastable del extraordinario aporte de los africanos esclavizados al desarrollo económico de los Estados Unidos. Sin embargo, no salí del todo complacido, como Museo, debiera mostrar muchas más que las escasas evidencias materiales a la vista, además, se añora una muestra combinada con el extraordinario aporte cultural de los afroamericanos, fundidos al fin, en buena medida gracias al liderazgo de hombres como Martin Luther King, en la identidad de este gran país.

Presurosos, apurando fotos, mi amiga al timón, tarea en la cual es una experta, el pequeño sedán arrancó suave, pero no pasaron 50 metros cuando el ronroneo impecable del motor japonés se escuchó alterado por un desagradable clap, clap, indicativo de algo malo en el rodamiento. Nos miramos asustados, atiné a entender de su boca parking y tires, hasta que la suerte nos deparó un parqueo libre.

Al bajarnos se hizo evidente que el neumático trasero de la derecha estaba desinflado. Bastó una breve mirada para comprobar que lo habían cortado, la herida era larga, fina, ejecutada con un instrumento filoso sobre la banda lateral del caucho. No era un ponche común, cuya incidencia ocupa la banda de rodamiento, era un cuchillazo malintencionado.

¿Tienes goma de repuesto y Gato? Si, le respondí, mientras bajo la lluvia sacábamos los imprescindibles accesorios del maletero. No había tiempo para lamentarse porque al otro lado de la bien llamada Riverside avenue, el barco esperaba por nosotros.

Obviamos las inútiles lamentaciones con la convicción de que el malvado atacante no podía arruinarnos la tarde, si ese fuera su propósito. Siempre guiado por mi ahora apenada acompañante, abordamos el flamante crucero Island Queen, listos a compartir hora y media navegando por el Mississippi.  

Pasamos bajo los puentes impresionantes que sobrepasan una milla de largo sobre las aguas del río, que aquí muestra una poderosa corriente, asombro de mis ojos porque el Cauto, nuestro mayor río en Cuba, se me ha convertido de pronto en un arroyuelo. Conté cinco viaductos en media hora de navegación aguas abajo cuando el barco giró lentamente, de regreso, divisando a proa la vistosa copia de la Gran Pirámide de Giza, un regalo que se dieron a si mismos los habitantes de esta ciudad en 1897, celebrando  el centenario de Tennessee como estado de la Unión.

De repente, llegué a la apoteosis de mi viaje, cuando Tina Turner, una de mis novias eternas, nos saludó entonando Proud Mary, la canción que hizo suya en espectáculo inigualable, sobre todo después del divorcio de un marido abusador que le impedía ser definitivamente ella misma, la Gran Señora del Rock.

Para mi sorpresa, el Island Queen, al igual que su referente el Proud Mary, tiene rueda de paletas en la popa, moviéndose al compas del estribillo rolling on the river. De paso, la canción me hizo recordar que yo también tuve que lavar platos en este país, aunque no fuera en Memphis. Nunca olvidaré la montaña de vajilla que pasó por mis manos durante dos semanas, en medio del Covid, sin permiso de trabajo, acumulando los dólares imprescindibles para pagar la parte correspondiente de la renta compartida con otros dos compatriotas.

Así y todo fue imposible disipar el desasosiego causado por el ataque de odio del que éramos aún víctimas. La goma de repuesto es una rueda fina, diseñada para acudir a un centro de asistencia cercano, nada recomendable si se trata de tomar las concurridas autopistas de una ciudad moderna. Impensable recorrer con ella las 200 millas de vuelta a Nashville. 

Sonando la trompeta de llegada a puerto, mis dedos pasaron de la cámara a la barra de Google, buscando en el teléfono un sitio cercano donde resolver el acuciante cambio de neumáticos, los dos traseros por obligación, porque ahora será preciso emparejar el rodamiento con ruedas iguales, si se aspira a un máximo de seguridad, transitando por carreteras que exigen altas velocidades.

De entre muchos sitios, una estación de Firestone ofrecía servicios siendo sábado en la tarde, y debíamos acudir sin demora porque apenas restaba media hora para el cierre cuando tocamos tierra. 

Dos horas después, mientras acordábamos donde irnos a comer, salíamos airosos, con 350 dólares de menos en mi cuenta, directo al hotel y de ahí a una sabrosa barbacoa sazonada por cocineros afroamericanos, que hacen delicias de las carnes. Una vez más constato que los blancos americanos no saben cocinar, o tal vez suavizando el término, les falta en la mayoría de los casos el alma y el sabor de la auténtica cocina.  

La lluvia arreciaba, amainó de madrugada. Amaneciendo, salimos de vuelta, mi amiga empeñada en no dejarme conducir para que me ocupara de compartir la pasión común por la música, algo que a ella le viene de familia, por una relación con la icónica Dionne Warwick. 

Atrás quedaba Graceland, cuya visita debí anular por el gasto imprevisto. No digo que sea cara la estancia en la mansión museo de Elvis, pero la disciplina financiera es un látigo en este país de mi último naufragio.

Con el fresco de un cielo nubloso, pero sin llovizna, de nuevo pasó a toda velocidad frente a mis ojos la valla anunciando el desvío imposible para nosotros, rumbo a la casa donde nació, en medio de la blancura del algodón, la negra Tina.

No dejo de preguntarme la sinrazón de aquella cortadura del neumático, bien parqueado como estaba mi auto, junto a un sitio que guarda el legado de un hombre que fue asesinado tal vez porque jamás alentó un acto de odio en su vida.

He llegado a suponer, sin mucha convicción, que tal vez sea este legado incómodo para algunos humanos, la única explicación posible del mal rato que me hicieron pasar en Memphis.

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