Septiembre de 1986: mi llegada a la escuela del campo

Por Pedro P. Morejón

La residencia estudiantil de una beca cubana en el campo. Foto: todocuba.org

HAVANA TIMES – Recuerdo aquella mañana de inicio de curso, en septiembre de 1986. Me sentía bien, esperando el trasporte que me conduciría a la escuela secundaria (7mo a 9no grado) en el municipio de Sandino, a más de 80 km de mi casa, también en la provincia de Pinar del Río.  La verdad es que llevaba meses deseando entrar a la secundaria, y si era becado, mejor. Eso significaba salir de la casa, ser libre e independiente, en fin, hacerme un hombre. Estaba contento con mi uniforme azul.

Le dije a mi madre, “A mí no tienes que ir a ver. Yo sí soy un hombre”.

Y ella sonrió, me dio un beso, y yo subí a la guagua.

Llegué y quedé algo impresionado con los dos edificios conectados por un pasillo central debajo y otro arriba en el segundo piso. Nos formaron, nos condujeron hasta el dormitorio. Me tocó la parte de arriba de lo que por primera vez en la vida veía: una litera.

En la noche, justo antes de apagar las luces entraron alrededor de 5 muchachos, mucho más grandes. Eran de 9no, algunos ya tenían bigotes. Caminaban de un modo amenazante y las miradas eran hostiles y burlonas. Experimenté un miedo que jamás había sentido, a ser golpeado, robado, o algo peor.

Aquello no se parecía a las riñas del barrio con niños de mi edad, más bien al ambiente de presidio de los que tenía referencias por el Cuco, un anciano expresidiario que nos contaba sus historias.  Al apagarse las luces escuché golpes, llantos y un corre corre por los pasillos. El resultado: dos niños golpeados y varias sábanas arrebatadas. Entonces supe que la beca no era el paraíso, y que para sobrevivir debía luchar por la comida, el agua, el espacio y el respeto, de lo contrario viviría un infierno.

Un día significaba el “de pie” a las 6:00 am, asearme con agua fría, tender la cama, ir a desayunar un jarro con leche y un pan con mantequilla rancia, siempre el mismo desayuno. Formar, matutino en el que te dicen lo que tienes que hacer, que decir, cómo comportarte y en quién creer, quiénes son los buenos, y quiénes los malos de esa película.

7:30 am y ya estaba en medio de un campo de toronjas, con un machete o una guataca, y una norma de x cantidad de matas que casi nunca puedo cumplir, porque soy muy delgado y no he cumplido los 12 y porque jamás hice labores agrícolas y mis manos tienen ampollas y duelen, por lo cual siempre soy objeto de señalamientos, críticas y amenazas de quedarme sin pase en los temibles análisis de destacamento.

Todo eso me da deseos de llorar y extraño mi casa y los míos, pero tengo que comportarme como un hombre y no ser un rajado. Viro a las 11.00 am, con temor de encontrar la ausencia de mi sábana sobre el colchón u otra cosa que me hayan robado con total impunidad. Me baño en una ducha con agua fría, no importa si estamos en enero, y gracias, porque algunas veces, aunque pocas, se va y te quedas enjabonado y así tienes que salir.

Hago la cola en la plazoleta para entrar al comedor. Somos más de 200. Nos tienen bajo el sol y a nadie parece importarle. Almuerzo en una bandeja que contiene un poquito de arroz, chícharos mal cocidos, la sempiterna carne rusa y un dulce de leche o mermelada. Me quedo con hambre, igual que en la comida. Nuevamente formación, bla bla blá educativo del director a algún miembro de la dirección, todo bajo el sol de Cuba.

-El sol de Cuba no quema.

Frase que algunos jodedores le atribuyen al Apóstol, y a quien yo, en mi ignorancia comienzo a odiar sin que el pobre tenga la culpa, pues, en resumidas cuentas, eso no es con lo que él soñó, solo que aún no lo sé. Obvio, me hablan poco de Martí, me enseñan que era un antinorteamericano por aquello de “viví en el monstruo y le conozco las entrañas” o “el norte revuelto y brutal”. De quien más me hablan es de Marx, Engel, y Lenin en las clases de Fundamentos de los Conocimientos Políticos…y de Fidel, claro.

Entro a clases, una merienda sobre las 3:00, casi siempre galletas dulces algo zocatas o un pedazo de panetela seca, que al menos matan por un rato el hambre constante de un adolescente. A las 5:30 pm salgo rumbo al albergue, preocupado, esperando que no me hayan robado mis pertenencias, ni que me esté esperando un matón sobre mi cama para buscar problemas. A esa hora, el sol se va poniendo y es cuando más extraño mi casa.

Sigue formación, comida, un poquito mejor que el almuerzo, pero me quedo con hambre, aunque no está del todo mal. El país está subsidiado por la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Pero igual se pasa hambre en una beca, por eso cuando mi madre va a verme los domingos que no tenemos pase, me harto tanto que sufro mala digestión durante el lunes.

Las noches son de estudio individual con sueño o de una recreación donde algunas niñas van a la obscuridad a “apretar” con sus novios (muchachos como yo, pero más espabilados), o con otros de la calle. Las hay que quedan embarazadas, y las hay, incluso, que copulan con algunos pocos profesores en medio de un ambiente promiscuo, ya sea porque estos pedófilos las seducen, ya sea por presiones para aprobar una asignatura.

Y el ambiente sigue malo. A Rebecca la hicieron llorar por portar un crucifijo. La citaron a la dirección, se lo quitaron y le dijeron que si la volvían a ver con esa tontería en el cuello iban a tomar medidas con ella, porque eso era divisionismo ideológico y que le podía costar su entrada al IPVEC. La intolerancia con lo diferente es absoluta.

Por eso cuando evoco aquella mañana de septiembre de 1986, sonrío y pienso “¡Qué inocencia! No sabía lo que me esperaba”

Lo vine a comprender con rabia, años después, ya convertido en adulto: que fuimos desarraigados del abrigo familiar en una edad tan importante para nuestro desarrollo como seres humanos, que abusaron de nosotros como les dio la gana, y ni siquiera nuestros padres lo sabían.

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