Renace con fuerza la censura musical en Miami

Impedir que en Miami actúen artistas procedentes de Cuba es un viejo ejercicio que si acaso produce una satisfacción emocional en algunos y justifica en todos una supuesta acción punitiva contra el detestable régimen de La Habana

Por Alejandro Armengol  (Cubaencuentro)

Anuncio sobre una presentacion de los Van Van en la desaparecida Miami Arena en esta ilustracion de archivo.

HAVANA TIMES – Las dos alas del pájaro de la censura musical en Miami renacen con fuerza. A la intolerancia de los grupos vocingleros, opuestos a la actuación de cualquier artista procedente de Cuba, se une el apoyo de los políticos a cargo del Gobierno local, que bien podrían dedicar su tiempo a fines más loables.

La huella de una política cultural estúpida hacia La Habana, puesta en práctica durante la época de George W. Bush, regresa con fuerza gracias a la Administración de Donald Trump, empeñada en no perder un solo voto exiliado y amparada en un rencor y revanchismo tan inútil como desmedido. Se olvida la futilidad de los esfuerzos de entonces; se incita ahora a repetir el desperdicio de una disputa de sordos.

Impedir que en Miami actúen artistas que residen en Cuba es un viejo ejercicio que si acaso produce una satisfacción emocional en algunos y justifica en todos una supuesta acción punitiva contra el detestable régimen de La Habana, pero tras esos beneficios aparentes se esconden dos consecuencias que merecen ser considerados.

Una es una innata vocación de censura. Quienes defienden la prohibición argumentan que músicos del exilio no se escuchan en el país caribeño. Curioso tener que acudir al enemigo a falta de una explicación mejor. La censura en Cuba como la justificación perfecta para ejercerla en esta ciudad. En vez de condenar ambas, establecer una relación simbiótica malsana. El anticastrismo como la etapa final del totalitarismo.

Otra es la creencia de que el exilio cubano de Miami es tan inmaduro políticamente, que hay que mantenerlo alejado de cualquier visitante que pueda disgustarle.

Pero lo más nocivo es negarle la decisión a cada cual, y que esta se pueda ejercer sin necesidad de guías y censores. ¿Por qué no dejarlo todo en manos de la taquilla? ¿Cómo negarse a que en este asunto gobiernen las sacrosantas leyes del mercado, que con tanto afán y justicia se condena no existen bajo el régimen cubano? De lo contrario, todo se reduce a una utilización vulgar de un criterio de poder: ustedes allá hacen lo quieren, y nosotros aquí lo mismo.

La réplica socorrida de apoyar unas restricciones con otras pasa por alto la realidad de que Estados Unidos es una sociedad democrática, incluso en Miami.

Menosprecia que el exilio no solo no es homogéneo políticamente, sino que difiere en cuanto a sus intereses, puntos de vista y criterios en general.

Lo que algunos continúan intentando es mantener vigente el monopolio del pensamiento opositor; el anhelo de un tiempo detenido que permite caminar alegremente por las calles mientras se busca manipular a los electores.

A través de los años, alcaldes, comisionados, funcionarios y legisladores cubanoamericanos —en Miami o en todo el estado—han persistido en confundir a los electores con los contribuyentes, y si insisten en ello es debido a los beneficios electorales que les proporciona este dislate. Se puede alegar que cumplen la voluntad de sus electores; también que limitan su función a empeños tan tontos como perseguir bongoseros.

Sin bien el alcalde Francis Suárez tiene todo su derecho —y potestad— a declarar a cualquiera persona non grata en esta ciudad, hasta ahí llegan sus poderes, aunque no sus intenciones.

Con una resolución de Miami previa, que solicita al Congreso federal el fin del “intercambio cultural” con los artistas procedentes de Cuba, se reafirmó la vieja vocación de república que padecemos: quienes gobiernan lo que no es más que un enclave urbano —en la más heroica de las afirmaciones— sienten una necesidad impostergable de dictar pautas de política exterior, que por cierto hasta ahora la Administración Trump no ha satisfecho.

Al parecer, lo más difícil de entender es que esos intercambios son de nación a nación, y hasta ahora esta ciudad no es una nación.

Por lo demás, Miami y quienes la gobiernan continúan empeñados en repetir el pasado y no dejar al individuo decidir si asiste o no a tales conciertos, según el más puro espíritu “reaganiano”: sin imposición por parte del Gobierno. El resto es la repetición de muchos instantes de ninguna primavera.

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