Noventa días cruciales para el futuro de Nicaragua

En los próximos 90 días se decidirá si el siete de noviembre habrá elecciones libres y competitivas.

Por Carlos F. Chamorro (Confidencial)

HAVANA TIMES – A menos de ocho meses de las elecciones presidenciales y legislativas del siete de noviembre, en Nicaragua no existe ninguna garantía para celebrar una elección libre, transparente, y competitiva.

Vivimos bajo un estado policial que ha conculcado por las vías de hecho las libertades de reunión, asociación y movilización, y las libertades de prensa y de expresión. Hay más de 120 presos políticos en las cárceles, mientras la Policía y los paramilitares mantienen bajo asedio en sus casas a más de 80 ciudadanos, entre ellos a cuatro de los ocho precandidatos presidenciales.

Daniel Ortega tampoco ha permitido el regreso al país de las comisiones internacionales de derechos humanos de la OEA y la ONU, para que puedan observar in situ y certificar las condiciones para el retorno seguro de decenas de miles de exiliados. Pero, además, el estado de sitio ha sido reforzado con la aprobación de cuatro leyes represivas que criminalizan el derecho a la protesta cívica y amenazan con inhibir a potenciales candidatos a la Presidencia y al Parlamento, para eliminar de forma “legal” la competencia política.

Mientras la mayoría Azul y Blanco que demanda elecciones libres no puede ejercer ningún derecho político, la minoría que apoya al partido Frente Sandinista (FSLN) y su candidato a la tercera reelección consecutiva, se mantiene en permanente campaña electoral. El Estado-partido-familia utiliza todos los programas del Estado: salud, educación, infraestructura, y los programas asistenciales, para condicionar el acceso a los servicios públicos a favor del voto al “comandante y la compañera”, so pena de caer en la lista negra de la exclusión o en la coacción del terrorismo fiscal.

Adicionalmente, Ortega mantiene intacto el control del FSLN sobre la cadena de mando del Consejo Supremo Electoral (CSE), desde la cúpula de los magistrados hasta la Juntas Receptoras de Votos. Y cuando faltan menos de tres meses para que venza el plazo otorgado por la OEA para implementar una reforma electoral, no existen avances ni contactos que sugieran que el régimen está dispuesto a concertar con la oposición y la OEA una reforma bajo estándares democráticos.

Por el contrario, a pesar de las advertencias de la Administración Biden y la Unión Europea, es evidente que Ortega ya decidió ir a elecciones con estado policial, sin reforma electoral y sin observación internacional, aunque esto signifique colocar a su propio gobierno al borde del abismo de la ilegitimidad.

Bajo esta lógica autoritaria, Ortega ha anunciado para el mes de mayo su propia “reforma electoral”, que consiste en implementar algunos “ajustes técnicos” en la ley electoral, pero sin ceder un ápice del control partidario que mantiene en el CSE. Una “reforma” cosmética, sin el aval de la oposición y sin la vigilancia de la OEA, que dejaría por fuera el derecho a la observación electoral internacional, en unos comicios en que a diferencia de 1990, no estará en juego el poder de Ortega y el FSLN.

Sin una verdadera reforma electoral y sin observación internacional, la OEA tendrá que dirimir si declara la ilegimitidad del mandato que resulte de las elecciones, o si otorga a Ortega el beneficio de la duda por dar “algunos pasos en la dirección correcta, aunque insuficientes”. Mientras el régimen apuesta todo a la división de la oposición y a que la inscripción de varias alianzas opositoras le otorgue legitimidad a los comicios. 

A la oposición solo le queda la opción de esperar la ilusión de que a última hora la presión internacional logre una reforma electoral, o intentar cambiar el equilibrio político del poder, relanzando la presión nacional por elecciones libres sin estado policial.

A contrapelo de la desesperanza que predomina en el país, el surgimiento de ocho precandidatos presidenciales que se disputan el liderazgo de la unidad opositora, aún en construcción, ha generado una nueva expectativa sobre el poder del voto.

Los precandidatos representan un abanico amplio de todo el espectro político nacional, entre ellos: el líder del movimiento campesino, expreso político Medardo Mairena, el politólogo Félix Maradiaga, nominado por la Unidad Nacional Azul y Blanco; la expresidenta de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, Cristiana Chamorro; el economista y ex director de la Alianza Cívica, Juan Sebastián Chamorro; el periodista y expreso político Miguel Mora; el diplomático, historiador y académico Arturo Cruz: el excomandandante de la contrarrevolución Luis Fley (“Johnson”); y el dirigente creole de la costa caribe George Henríguez.

Todos apoyan la creación de una alianza entre los dos bloques opositores –la Coalición Nacional (CN) y la Alianza Ciudadana (AC)– y les demandan que se unan en una sola casilla electoral, tomando en cuenta que solo dos partidos opositores tienen personería jurídica –Ciudadanos por la Libertad, miembro de la AC, y Restauración Democrática, integrante de la CN– y, además, están dispuestos a apoyar al “candidato único” que sea escogido en una competencia democrática. Si cumplen sus promesas, los precandidatos pueden convertirse en la última oportunidad para relanzar la presión nacional por la unidad opositora.

Sin embargo, el tiempo corre contra la oposición. Las elecciones del siete de noviembre ni siquiera han sido oficialmente convocadas y los próximos 90 días serán cruciales para decidir si habrá o no elecciones libres y competitivas. Según los antecedentes históricos del calendario electoral, los partidos y alianzas deberían inscribirse en junio y los candidatos presidenciales y a diputados en julio, antes de la campaña electoral que va de agosto a noviembre.

En consecuencia, la oposición está obligada a adelantar sus tiempos políticos para culminar en mayo la conformación de la alianza y la selección de candidatos. Solo así podrán decidir como un solo bloque y con un liderazgo unificado, si hay condiciones para ir a las elecciones, y cómo enfrentar los planes del régimen de inhibir a sus candidatos para anular la competencia política.

En los próximos 90 días los precandidatos pueden terminar de dividir a la oposición, o cimentar la unidad, si se atreven a convocar, juntos, a la resistencia cívica para demandar la suspensión del estado policial, la liberación de los presos políticos, y restituir el derecho a elecciones libres.

Por último, la oposición debe resolver su principal desafío para conformar la alianza opositora que no es la selección de la fórmula presidencial, sino la selección de los 90 candidatos a diputados. ¿Se escogerán bajo reglas de competencia y representatividad democrática entre los liderazgos, incluidos los movimientos cívicos que surgieron de la rebelión de abril, o se repartirán con la “cuchara grande” los únicos dos partidos que tienen personería jurídica?

De esto último dependerá, a final de cuentas, si habrá unidad opositora, o si el hegemonismo y el sectarismo que hoy promueve el partido CxL, dueño de una de las casillas, conducirá a la división de la oposición que le daría la victoria a Ortega, con o sin fraude, el siete de noviembre.

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