Nicaragua: Sobreviviendo palizas en las cárceles de Ortega

Relatos de “En abril yo seguía viva”: el interrogatorio en las cárceles de la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo
Por Arquímedes González (Confidencial)
HAVANA TIMES -Tony me anunció que tendría visita. Me lo gritó con su melodiosa y amigable voz que me despierta en las madrugadas cuando él y otros cuatro polis me sacan a empujones para interrogarme y golpearme.
—¡Levantate hijueputa que pronto vienen a verte!
La última vez que me autorizaron visita, supe de mi prima que mi madre había muerto hacía tres meses.
Mi familia solicitó a la Policía y a los jueces que me concedieran ir al hospital a despedirme de ella y también les rogaron para que yo fuera al funeral o tan siquiera al entierro, pero no quisieron.
Luego de los quince minutos de visita, me devolvieron a mi celda. En el pasillo comencé a llorar. Era la primera vez que se me salían las lágrimas sin que me pegaran.
—¿Y ahora qué te pasa, marica? —quiso saber Barbapapá, quien era experto en dar puntapiés en los güevos a quienes le contestábamos mal.
—Se murió mi vieja y ustedes no me avisaron —le contesté con rencor.
—¿Y acaso que estás en un hotel, desgraciado? —dijo empujándome.
Cuando recuperé el equilibrio, le di un codazo en la panza. Me lanzó al suelo y me pateó ya saben dónde. Se acercaron otros carceleros y también me golpearon hasta que perdí el conocimiento.
Me desperté en la celda de castigo con el labio inferior reventado y el sabor de la sangre en mi boca. El lugar era un espacio de dos por dos metros en el que no había luz solar ni inodoro, solo un hoyo maloliente de donde salían unas cucarachas gordas que con lentitud se paseaban por las paredes. La cama era una plancha de cemento y no tenía ni almohadas ni sábanas. En el día me ahogaba de calor. En las noches pasaba mucho frío.
Esa madrugada al igual que todas las anteriores desde que me secuestraron, me sacaron al interrogatorio y me colocaron una potente luz blanca. Otra vez me hicieron las mismas estúpidas preguntas. Ni siquiera tenían cabeza para inventarse otras tonterías.
—Decinos quiénes te pagaron para matar al excelentísimo presidente…
Yo los quedé viendo. No sabía si reírme o tenerles piedad. Pensé que ojalá hubiera tenido alguna vez cerca a ese hijo de puta cabrón para tirarle un cuetazo y así acabar con su rancia dictadura.
—Decinos quién te ordenó desestabilizar el país.
Pensé en la palabra: “desestabilizar”. No jodan estos estúpidos. Ni siquiera saben lo que significa desestabilizar un país. De verdad que mis carceleros habían recibido reconocimiento al mérito por sus estudios de maestría en burradas.
Como no les contesté, me dieron de puñetazos en la boca del estómago y en las costillas. Cuando no tenía visitas, me pegaban solo en la cara, por lo que este abuso me confirmaba que sí vendría alguien a verme. Entonces me sentí feliz y asumí los porrazos con la esperanza de pronto hablar con algún familiar.
Antes de todo esto, yo era estudiante del primer año de Arquitectura en la Universidad Nacional de Ingeniería. Cuando comenzaron las protestas, fui testigo de cómo la Policía disparó a los manifestantes. Al igual que muchos en las redes sociales vi el video de la muerte del niño Alvarito Conrado, a quien un francotirador lo asesinó de un balazo en el cuello.
Participé en las marchas, levanté barricadas, grité consignas exigiendo justicia y diario subía fotos y comentarios a mis redes sociales. Una noche que dormía luego de haber participado en una vigilia en la iglesia del barrio, diez oficiales en tres patrullas llegaron a mi apartamento, destruyeron puertas y ventanas y me secuestraron.
En el camino inició la golpiza y siguió hasta que me metieron a la cárcel. Ahí estábamos cientos de detenidos, la mayoría jóvenes que participamos en las marchas. A los meses me llevaron ante un elegante sicario que se hacía llamar juez, quien, sin investigación previa, sin darme derecho a un abogado y sin juicio, en diez minutos me condenó a doscientos años de cárcel solo por participar en marchas y comentar en mis redes sociales, como si yo fuera un famoso influencer como Cristiano Ronaldo, Elon Musk o Shakira, cuando apenas tenía como cincuenta seguidores.
Pasé un año sin tener noticias de mi familia. Cuando pude ver a mi mamá, me dijo que estaba bien, aunque había aumentado de peso.
—¿Estás tomando de nuevo la medicina? —le consulté.
—No —me contestó, pero sabía que me mentía.
Ella me dijo que, en cambio, yo me miraba en los huesos. Y era cierto. Esos meses perdí cincuenta libras de peso. Los carceleros solo nos daban un plato de comida al día. Si reclamábamos, nos daban comida cada dos días y si seguíamos jodiendo, como ellos decían, nos golpeaban y reducían las raciones. La comida era solo arroz y frijoles. Muchas veces los frijoles incluían gorgojos y piedras y debía tener cuidado al masticar porque dos veces casi se quebraron los dientes. Una vez que me castigaron por protestar por los malos tratos, recibí tan poca comida que conté solo diez frijoles en mi plato. En otra ocasión me pusieron algo en la comida porque pasé quince días con diarrea.
Varias veces me llevaron esposado a una habitación, me sentaron, me amarraron los tobillos a las patas y antes de irse, activaron al máximo el aire acondicionado. Pasaba horas muerto de frío. Cuando volvían, yo ya me había orinado. Ellos se burlaban y me echaban agua. Luego me tiraban a mi celda.
—Estoy orgullosa de vos —fueron las palabras que me dijo mi madre la última vez que la vi con vida.
Cuatro meses después llegó a verme mi prima. Mis hermanos habían escapado del país porque la Policía también los buscaba.
—¿Y mi mamá? —le consulté.
—No se ha sentido bien —me explicó, aunque no entró en detalles.
Temí que le hubiera vuelto eso del cáncer. Ella estuvo mal varios años. En el hospital recibió quimioterapia y medicinas. Los médicos aseguraron que el cáncer había remitido, pero ahora temía que estuviera de nuevo enferma.
Luego que supe sobre su muerte, dejé de comer. Cuando me interrogaban, ni siquiera los miraba. Ya ni los golpes sentía.
Tres días después del último interrogatorio y golpiza, me sacaron de la celda. Me dejaron bañarme, me dieron un uniforme limpio y me llevaron a un cuarto donde había una mesa y dos sillas. Yo tenía las manos y los pies esposados. Me colocaron un vaso con agua. Ya sabía que el agua la habían escupido varios carceleros.
Luego entró una señora. Vestía muy formal y su perfume me recordó el estar en libertad. Me dio pena porque yo olía a sudor estancado, a agua putrefacta, a moho y descomposición.
Me explicó que era sicóloga y que venía para que habláramos sobre cómo me sentía. Tenía una libreta en la que comenzó a apuntar.
—Si tiene sed, puede beberse el agua —le dije sonriendo.
Ella vio el vaso con desconfianza. No era tan tonta la sicóloga.
—¿Qué edad tiene? —consultó viéndome las esposas.
—Tengo veinte años.
—¿Cuándo comenzó a sentir que perdía el apetito?
—Luego que supe de la muerte de mi mamá.
—¿Se siente triste?
—No, estoy muy enojado porque desde hace meses me tienen preso ilegalmente, me condenaron sin juicio, no tuve derecho a la defensa, soy víctima de tortura y no permitieron que me despidiera de mi madre —le resumí bajando la voz.
Ella se puso nerviosa, apuntó algunas cosas y luego, como si en dos minutos hubiera analizado mi vida e historia personal, aseguró:
—Lo que usted tiene es un duelo.
Yo la quedé viendo y levanté mis cejas.
—Es un duelo por la pérdida de su mamá —especificó sin parecer haber escuchado el resto de las cosas que le dije.
—Le recomiendo hacer lo que le voy a indicar: debe liberar su enojo, distraerse y pensar cosas bonitas.
“Pensar cosas bonitas”, me repetí a mí mismo. Ese sí era un buen consejo. El mejor consejo que me habían dado en mi puta vida metido en esta mazmorra.
—Si es religioso, debería leer la biblia.
—No me dejan leer nada, ni la biblia —le contesté.
Ella siguió dándome consejos.
—Debería también hacer caminatas.
—No me dejan salir de mi celda. Tengo más de un año de no ver la luz del sol —le expliqué.
La mujer parecía no poner atención a lo que yo le decía.
—También debería recuperar peso comiendo sano y los tres tiempos.
—Solo nos dan de comer arroz y frijoles dos veces al día —le revelé.
—Trate de dormir por lo menos ocho horas diarias.
—No puedo porque en las madrugadas me sacan a interrogarme y golpearme —le revelé.
—Por último, recuerde hacer respiraciones profundas y ya sabe, piense cosas bonitas —concluyó cerrando la libreta y se levantó.
Entró el carcelero, le quitó los apuntes y le indicó la salida. Luego el uniformado me llevó a mi celda.
En la madrugada me volvieron a sacar para el interrogatorio.
Cuando comenzaron a golpearme, respiré profundo y a como me sugirió la sicóloga, me concentré en pensar cosas bonitas.
*El libro En abril yo seguía viva y otras historias verdaderas, de Arquímedes González, ofrece 21 relatos sobre los abusos y la represión en Nicaragua, para honrar la memoria de las víctimas y visibilizar el dolor de miles de nicaragüenses.