Mis dilemas de madre migrante
¿Cómo se hereda a los hijos la cultura del país que dejaste? ¿Qué legados nicaragüenses vale la pena perpetuar? ¿Cómo traspasar las raíces?
Por Cindy Regidor
HAVANA TIMES – Llega el 30 de mayo, Día de las Madres en Nicaragua, y me asalta un dilema ahora que soy madre. No sé si debo celebrar junto a mi familia esta fecha o el segundo domingo de agosto, Día de la Madre en Costa Rica, donde vivo hace nueve años y me convertí en madre hace uno.
Lo ideal sería celebrar ambas, ¿por qué no?, pero eso sería si tan solo el 30 de mayo no estuviera marcado por una masacre perpetrada en 2018 por la actual dictadura en Nicaragua. Durante las masivas protestas cívicas de ese año, ese 30 de mayo, en “la madre de todas las marchas”, las balas irrumpieron entre la ciudadanía, que pacífica y determinada clamaba por el cese de la represión. Eran personas llamadas por la solidaridad que acuerpaban a las madres de los primeros asesinados, que no creyeron que las autoridades se atreverían a atacar y que, horrorizadas, vieron morir a más ciudadanos.
Me es difícil celebrar el 30 de mayo desde entonces. Me es incómodo disfrutar las felicitaciones al pensar en el dolor de las madres que perdieron a sus hijos de manera tan cruel en aquellas manifestaciones que inspiraban fuerza, libertad y deseos de construir una mejor sociedad.
Por ahora he decidido solo celebrar la fecha de Costa Rica, donde una hermosa y popular frase se comparte en este y otros días especiales: “Dichosa la madre costarricense que sabe que su hijo al nacer jamás será soldado”. Me puedo contar, ahora, entre esas mamás dichosas.
Estrenándome en la maternidad, me enfrento a disyuntivas como la de la celebración del día de las mamás, que puede parecer superflua, pero en mi caso es trascendental por los recientes acontecimientos dolorosos en mi país de origen, que invitan a reflexiones más profundas.
Veo, además, con ojos frescos, otras realidades: las de parir y criar fuera de la patria. Tengo un hijo nacido en Costa Rica, de madre nicaragüense y padre canadiense. Ya he escrito un poco sobre cómo migrar redefinió mi identidad y mi propósito, sobre todo en lo profesional.
Maternar como mujeres migrantes implica hacerlo muchas veces sin redes de apoyo, tan vitales durante el parto y el posparto, cuando madre y bebé son vulnerables y requieren de mucho apoyo. Esa soledad pega fuerte, sobre todo entre aquellas recién llegadas, con pocos conocidos y escasos recursos económicos. Hablar con mujeres nicaragüenses en Costa Rica y otros países sobre este tema me ha hecho más empática y consciente de lo oculta que permanece esta realidad a los ojos de las sociedades.
Pienso entonces en mi madre, que le tocó emigrar a Honduras en la década de 1980, y tuvo que cuidar de mis hermanos mayores sin familiares cerca y en medio de limitaciones económicas. Seguramente no fue nada fácil, menos con la llegada de dos nuevos miembros de la familia: mi hermana y yo, que nacimos hacia el final de esa década, razón por la cual nos apodaban “las catrachas” cuando llegamos a Nicaragua, mi país, donde crecí, cuya realidad moldeó quien soy, y de donde viene toda mi familia.
La migración nos ha marcado a los nicaragüenses a lo largo de nuestra historia de formas poco reflexionadas e interiorizadas como colectivo. Quizá sea porque es tan común irnos o tener a alguien que se fue, que se ha vuelto una parte inadvertida de nuestra identidad. Poco se abordan esas realidades e interrogantes de quienes criamos lejos de nuestra primera casa.
Para mi esposo y para mí lo más importante es que nuestro hijo se sienta parte de sus dos familias, del lugar donde nació y en el cual vivimos. Eso significa, en primera instancia, enseñarle, día a día y con disciplina, a comunicarse tanto en español como en inglés, para que construya relaciones sólidas con abuelos, primos y tíos, para que sienta pertenencia estando en el norte y en el sur. En el día a día, cuando le hablamos español, le enseñamos vocabulario nica y tico. Le preguntamos si quiere “pacha”, a veces si ya tomó su “chupón”, le enseñamos que las aves verdes y ruidosas en el árbol son “chocoyos” o “pericos”.
También me pregunto cómo quiero que él viva y sienta sus raíces, en particular las nicaragüenses.
Me pregunto cómo se hereda a los hijos la cultura del país que dejaste. Hay quienes lo hacen a través de la comida típica, asegurándose de que esté presente de forma cotidiana, enseñándoles a declamar poemas de Rubén Darío, cantando canciones típicas, vistiéndolos de trajes folclóricos. No soy nacionalista en un sentido cliché, pero admito haberme emocionado cuando mi bebé recibió de regalo la clásica camiseta de beisbol con la palabra Nicaragua en el pecho.
Al vivir en Costa Rica pienso en cuál será su percepción sobre quiénes somos los nicas, sabiendo que en el imaginario colectivo somos “los otros”, el grupo extranjero más grande del país, muy presente en todos los ámbitos de la vida nacional, pero que, además, sufre discriminación y una serie de barreras por ser el tipo de migrante a veces no deseado o poco valorado.
Hace unos años, cuando trabajé en un reportaje sobre niñez migrante en Costa Rica, me impactó cómo varios de nuestros entrevistados percibían Nicaragua, el país de sus padres y del cual tuvieron que salir. Recuerdo claramente el dibujo de Elmer que mostraba, de un lado, una Nicaragua en guerra, en caos y destrucción, y, del otro, una Costa Rica verde, en paz y libertad. No había nada falso ni distorsionado en esa percepción, pero me dolió que fuese la que ese niño tenía más presente.
No quiero que mi hijo asocie Nicaragua con las tragedias, ni con los mitos de las viejas glorias de las armas y la violencia. No me interesa tampoco dejarle legados de rencores y odios, de posturas divisivas o de superioridad entre hermanos o entre vecinos.
Quiero enseñarle la historia de mi país desde la perspectiva del cambio, contarle cómo, poco antes de él nacer, se gestó un movimiento de esperanza de una sociedad nicaragüense diferente: pacífica, justa, más igualitaria y más libre. Pero tampoco quiero entregarle una versión edulcorada de quiénes somos, quiero que cuestione de dónde viene, lo que hemos sido y podemos ser.
Quiero inculcarle los valores de los que más nos preciamos los nicas: nuestra calidez genuina, la alegría y la resiliencia en medio de las muchas tempestades, la humildad, el coraje, la solidaridad resoluta como la que movió a cientos de miles de nicas a marchar aquel 30 de mayo.
Anhelo que podamos tener una nueva fecha para celebrar a las madres nicas y que cada 30 de mayo conmemoremos a las víctimas de la dictadura como se debe. Tengo fe en que podré pasarle a mi hijo una herencia nicaragüense de justicia y reivindicación de la paz.
Soy triple ocho. Es el código inicial de mi cédula de identidad nicaragüense que me identifica como nacida en el extranjero. También espero, más temprano que tarde, llevar a mi hijo a Nicaragua y que sea inscrito con ese triple ocho, como nicaragüense marcado por la migración, y que crezca sintiendo amor, respeto, orgullo y una profunda conexión con sus raíces.