Mi servicio militar
Por Jorge Bacallao Guerra (Joven Cuba)
HAVANA TIMES – Yo hice el servicio militar hace 25 años en el Combinado del Este, la prisión más grande de Cuba, llamado 34 y medio. Tengo cuentos para llorar, pero esos no son para hoy. Hoy, tocan tres anécdotas que atesoro con celo.
Récord Mundial
La previa la hicimos en una escuelita detrás del Combinado. Allí, al final de los 45 días, tuvimos que hacer varias pruebas de eficiencia física. Los 100 metros los corrimos en botas y sin camisa, a las dos y media de la tarde de un día de verano, en un polígono de chapapote. Dos reclutas se tropezaron y se limaron el pellejo contra el asfalto caliente. Quemadura por fricción, le llaman. Yo sentí que corrí bien, y llegué entre los primeros, pero cuando fui a buscar la nota tenía B, y nadie tenía MB ni Excelente. Le pregunté al profesor, que era un tipo de muy pocas palabras:
—Es muy difícil sacar excelente, esto es para soldados de verdad
—Pero bueno, jefe, ¿qué tiempo hay que hacer?
—Jefe no, suboficial. Mire que usted pregunta. No pregunte tanto y corra más. A ver… —registró unos papeles—. Para el excelente hay que bajar de 9 segundos.
—Eh…, permiso, suboficial, pero el récord mundial de 100 metros planos en pista es 9,84, de Donovan Bailey
—¡Está bueno ya! Ocupe su lugar. Lo voy a decir alto aquí para que no me estén viniendo a protestar: si el Donovan ese pasa la previa aquí, y no baja de 9, no coge excelente
Y así fue como me fui con B en 100 metros planos la vez que más rápido he corrido en mi vida. Me mataron la esperanza
El martes que viene
La previa fue en una escuelita con nombre de héroe. Ahí preparaban cursos del SEPSA y cosas por el estilo. La pasé bastante bien, sobre todo porque soy un tipo que se amolda. Hasta que llegó el día de las ubicaciones. Me tocó el Combinado, la prisión que más lejos me quedaba, a pesar de que había informado que vivía solo con mi abuelo y de que había tenido un comportamiento destacado.
Cuando vi al político y le quise consultar, me paró y me dijo con una sonrisa que esos asuntos los trataba en su oficina, no en los pasillos. Hay que aclarar que no estábamos en un pasillo sino en el comedor. Fui a su oficina el día siguiente, y aunque estaba jugando Solitario Spider, me dijo que el día de atención a reclutas era el martes. El político era un señor que frisaba los 60 años, regordete y bonachón, que hablaba despacio y bajito, siempre con una sonrisa jocosa. Era de esos tipos que cuesta un mundo cogerle odio.
Fui el martes. Le pregunté la causa de mi asignación, ya que me quedaban más cerca otras prisiones. Además, le recordé que había sido un soldado ejemplar. Ven el martes que viene, para darte una respuesta, me dijo. Fui el otro martes. Me explicó que el Combinado era el frente de batalla más fuerte que había, y que la revolución le asignaba las tareas más duras a los soldados más capaces. Que mi asignación era un estímulo, por los méritos acumulados.
Yo esperaba algo así, de manera que le pregunté por el caso de Osiel González, el peor soldado, de peores resultados y más indisciplinado, que a pesar de ser de Marianao lo habían castigado mandándolo para el Combinado. Se rascó la cabeza y pareció dudar. Ven a verme el martes que viene, para tenerte una respuesta.
Resignado, asistí el siguiente martes.
—Ya te tengo la respuesta. Es muy sencillo, lo que para Osiel es un castigo, para usted es un estímulo.
—Entiendo, gracias. ¿Usted me puede poner eso por escrito?
—Por supuesto. Ven el martes que viene.
—La previa se acaba el sábado.
—¡Ah!, caramba, ¡qué lástima! Te pusiste fatal.
Pasé un año en el Combinado. Con Osiel.
La sala de juegos
Juego ajedrez desde niño. Juego bien. Sin un especial talento para el juego ciencia, fue el deporte de mi niñez y adolescencia y llegué a tener un Elo cercano a 2150. Todavía hoy juego a cada rato por internet.
Por eso, cuando nos dijeron el primer día de la previa que había sala de juegos y nos la enseñaron, vi el mundo en colores brillantes. Una islita en el mar de marchaderas y consignas.
Después supe que no iba a tener mucho tiempo para ir a jugar ajedrez, ping pong (sí, también había flamantes mesas de ping pong), ni nada, pero aun así, fui.
Estaba cerrada. Siempre cerrada. Hasta un día que alguien la vio abierta y nos avisó. Dejamos de almorzar tres de nosotros para jugar dos partidas. Para tratar, quiero decir. Había unos tipos allí que nos informaron que teníamos que averiguar qué día le tocaba la sala de juegos a los reclutas.
Fui a ver al político y quedó en averiguarme. Al político tú no le podías preguntar si te lo encontrabas, tenías que ir a su oficina. Eso sí, siempre estaba de buen humor y muy bien afeitado, y jamás le faltó un saludo y una sonrisa. Que no le resolvían ni cohete a nadie, pero faltar, no faltaban, y eso en un mundo en donde todo el mundo te grita, se echa a ver.
El político me averiguó: los domingos. Una jodedera, porque era el día de visita, que era la primavera semanal allí. Pues el domingo dejé unos minutos a la familia y fui como a las dos a ver la sala, por curiosidad. No es que fuera adivino, pero bobo tampoco. Estaba cerrada.
Le pregunté al político y quedó en averiguarme. Me citó para el martes en su oficina.
—Ya le tengo la respuesta a su inquietud, Bacallao. Mire, la sala de juego para los reclutas está prevista los domingos. Pero la sala la abre y la cierra un recluso. Y como usted sabe, los reclusos descansan los domingos.
Jaque mate.
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Muy interesante, la anécdota del castigo y estímulo me recordó una de cuando me gradué en la universidad. Habían dos muchachas de Holguin, que al graduarse querían quedarse en La Habana. Cuando se hizo el escalafón y llegaron las plazas para el servicio social, había una sola plaza para Holguin. La primera de ellas dos en el escalafón rechazó la plaza, estaba en su derecho siempre y cuando la plaza fuera cubierta, que le tocaría a la otra muchacha, que dijo: «si la revolución necesita allí a alguien debe ser la mejor, que va ella que tiene mejor escalafón». Esperamos sus otras anécdotas, las más tristes.