La venganza de la escoria cubana

Miguel Díaz-Canel este jueves hablando del Sistema Energético cubano. (Cubadebate)

Las autoridades piden sacrificios a la población después de haber destrozado durante décadas el Sistema Energético Nacional

Por Reinaldo Escobar (14ymedio)

HAVANA TIMES – He escuchado con paciencia, hasta con el debido respeto, la intervención de este jueves de Miguel Díaz-Canel, donde tuvo el propósito de convencer a la teleaudiencia –entiéndase la población– de que los problemas que confronta el país con la generación eléctrica no son culpa del Gobierno, sino de un conjunto de circunstancias donde se incluye “el criminal bloqueo”, las dificultades del comercio internacional derivadas de la pandemia y otras causas.

Debo confesar que, cuando lo vi frente a un gráfico explicando los detalles de cuál es la potencia nominal y la potencia disponible de las diferentes unidades de generación eléctrica en el país, me vino a la mente aquella histórica comparecencia de Fidel Castro, puntero en mano frente a un mapa de Cuba, explicando cómo la caña de ciertas áreas agrícolas sería molida por otros centrales, un poco más alejados, para así poder garantizar que se produjeran aquellos diez millones de toneladas de azúcar que por poco hacen naufragar definitivamente a la Isla y que, finalmente, nunca se lograron.

La analogía puede ser forzada, pero lo cierto es que tanto aquel ilusorio propósito de los diez millones, como este de garantizar la generación de electricidad están signados por la misma marca: el voluntarismo.

El petróleo que se extrae del subsuelo cubano contiene componentes que resultan agresivos para las calderas de las termoeléctricas. Puede que sea azufre, no lo sé, renuncio a dar pormenores técnicos, pero el que no me crea, que consulte los detalles.

Alguien, de cuyo nombre no quiero acordarme, decidió un mal día que el país no tenía que depender de las importaciones de petróleo para generar electricidad. Fue así que, en contra de la opinión de muchos especialistas, se impuso el criterio de usar el crudo nacional, como si fuera un reto patriótico, como si las máquinas entendieran la necesidad de ser envenenadas, corroídas en nombre de una exigencia de sacrificio.

Nuestro petróleo, el del suelo patrio, resulta eficiente para producir asfalto y, quizás, para obtener otros derivados, pero cuando entra en las arterias de una termoeléctrica, diseñada para otro tipo de combustible, deja en sus paredes internas una costra que, tarde o temprano, debe ser retirada porque disminuye la capacidad de las calderas y porque, además, termina dañando los metales. Esa escoria indeseable obliga a reducir la frecuencia de mantenimientos. Si “normalmente” habría que hacer mantenimiento cada ciertos años, con ese combustible hay que llevarlo a cabo cada ciertos meses, de lo contrario, se producen apagones.

Aclaro que no soy especialista en el tema y estoy mencionando las generalidades que se le ocurren a un profano.

El mantenimiento es una palabra sagrada en la mecánica industrial. Se realiza con el propósito de no tener que hacer reparaciones.

Los productores de grandes maquinarias, como las refinerías o las termoeléctricas, garantizan el funcionamiento de su producto siempre y cuando se cumplan los protocolos de mantenimiento. Cada ciertas horas, días, meses o años de trabajo, cierta pieza debe ser sustituida. Si no se cumple ese requisito, los productores del ingenio no se sienten responsables de las averías o los desperfectos. Ocurre con los aviones y con otros artilugios.

Cuando por voluntad política se le impone a una máquina, a una herramienta, un régimen de trabajo que le resulta perjudicial, el mantenimiento pasa a convertirse en reparación.

Todo el que en Cuba ha participado en una tarea de mantenimiento sabe cuánto sufren las roscas de cada tuerca, o peor aún, cuántas tuercas se pierden y se dejan por desechables. “Bastan tres donde tocaban cinco”. Cuando se acumulan, año tras año, los efectos tienen consecuencias.

Pero no solo se le pide a las máquinas que tengan la vocación de sacrificio para funcionar con un combustible que las aniquila. La exigencia se traslada a los operarios, a quienes se demanda un mayor número de horas de trabajo continuo para poner a funcionar una planta en contra de sus requerimientos técnicos.

El sacrificio, finalmente, recae en los consumidores, a los que se les pide que pongan en marcha su espíritu revolucionario y apaguen uno, o mejor dos bombillos, porque eso le permite al país el lujo de la soberanía energética.

La escoria que se acumula en las paredes de las calderas no puede ser un obstáculo en la voluntad de vencer.

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